Cnel. Domingo Mercante
El oficialismo parece gustoso de definirse
como Kirchnerismo. Recientemente ha convocado al Congreso del PJ para ajustar
las clavijas de una conducción partidaria que parecía no preocupar, habida
cuenta de la iniciativa residente en el Gobierno. Si a priori esto podría contener
el riesgo del aislamiento, lo cierto es que cualquier otro Peronismo o
Justicialismo no es capaz de organizarse y menos aún de generar expectativa. Si
esto ocurriera en algún futuro mediato, se debería a alguna declaración de
independencia de los hasta hoy leales.
Que remanentes del Justicialismo disconforme- ¿será
esto sinónimo Justicialistas sin cargos?-se arrimen al PRO, les resta identidad
para dar batalla desde su ideología o incluso desde una postura popular.
Quienes así actúan parecen resignados a formar “el partido de la oposición”. El
deseo de impulsar a Scioli tiene poca sinceridad en sí mismo. Claramente busca
abrir un espacio para el retorno de todos los que fueron y ya no son.
El resto de la oposición, ajeno a estos pobres
manejos, tiene dos componentes. El Radicalismo vive una crisis de credibilidad
para todo lo que supere el nivel de una Intendencia. El Socialismo, con la
figura de Hermes Binner parece la única opción seria, pero por el momento no
muestra vocación para proyectarse fuertemente hacia la expectativa popular. La
oposición social, ese heterogéneo conglomerado de gente irritada por razones
justas o no, no tiene quien le hable.
Así las cosas la única oposición del
oficialismo parece por el momento
residir en la realidad misma, con sus asechanzas y restricciones. O en sus
propios errores.
El oficialismo tiene mucho a su favor.
Es la única fuerza con capacidad de
movilización.
Tiene el voto popular.
Muestra permanente iniciativa y vocación de
gobernar enfrentando los problemas, aunque esto en ocasión algo tardíamente.
Y ha concretado notables realizaciones que,
aunque pretendan de ser reducidas por sus críticos neogorilas a la presunta
astucia de “Soja y Paga Dios”, son más que trascendentes.
El país no habría tenido la evolución de los
últimos diez años sin un tipo de cambio diferenciado para el agro y las demás
actividades y sin la captación de parte de la renta agropecuaria para
reasignarla al resto de las actividades productivas.
Otra cosa es que sus virtudes logren hacerse
conscientes en el imaginario colectivo, mientras sus instrumentos de propaganda
y difusión tengan el nivel y las discutibles prioridades de 6,7,8.
Hay también debilidades, más allá de que aún
no hayan sido capitalizadas políticamente.
La principal está dada por un puja
distributiva que no se detiene y que genera una inflación cuyo mayor riesgo no
es su magnitud absoluta sino su efecto de apreciación del tipo de cambio, y con
ello sobre una disminución de la protección efectiva de las actividades
productivas hasta aquí en expansión.
Es cierto, como afirma el Gobierno, que la
inflación no es el resultado de la emisión monetaria, al menos cuando ésta no
se hace para financiar un excesivo déficit fiscal.
La emisión no hace más que reconocer los
nuevos precios resultantes del traslado de los incrementos salariales. El
salario tampoco es el culpable, porque sólo busca resarcirse de los incrementos
de precios previos.
Pero, desgraciadamente, la inflación está
lejos de ser un problema de culpas. En ella el culpable-el formador de precios
no restringido por la competencia- no es condenado y sale ganando, por lo menos
mientras con su desmesura no genere su propia quiebra.
Las convenciones colectivas de trabajo no
encuentran formas efectivas de que la recuperación salarial no se traslade a
precios. No se piensan formas de ingreso indirecto no salarial (distribución de
utilidades?). Los controles de precios, si bien loables, sólo lo son cuando son
efectivos. No parece que así sea.
El manejo controversial de los índices de
precios por el INDEC, tiene por objetivo bajar expectativas y desindexar la economía. No es la
primera vez que se hace y no será la última. La Inglaterra
de Churchill conoció el fenómeno, pero no había sindicatos y empresarios que se
tomaran los índices oficiales a la ligera. Sustancial
diferencia por cierto.
Está por verse si una devaluación que
restituya el tipo de cambio competitivo aceleraría la inflación. Pero el
riesgo es grande.
Tendencialmente esta situación acumula
desequilibrio, aunque se trata de un problema de inconsistencia muy diferente y
menor al de otras crisis de la economía argentina, donde el aparato productivo
estaba congelado. Argentina tiene hoy una razonable situación de ingresos por
exportaciones y todavía buena situación de las cuentas de la Tesorería, además
de haber estado disminuyendo su endeudamiento externo. Por mucho, no somos la
Europa del Sur con su presente condenado a la desocupación y el colapso de la
actividad.
Pero algo hay que hacer.
Porque además, el apoyo popular manifestado en
las últimas elecciones, con todo lo valioso que pueda resultar, no deja de
contener la amenaza ominosa de una volatilidad electoral que alguna vez hizo
que un personaje lábil como Francisco De Narváez le ganara a Néstor Kirchner,
nada menos que en la Provincia de Buenos Aires. El mundo vive tiempos donde
ante cualquier atisbo de recesión, el que gobierna es expulsado, no importa
quien lo reemplace.
Hay cosas que se pueden arreglar con sólo
decidirlo. Otras, en cambio en que la mera voluntad no alcanza.
Entre las primeras se encuentra la
reconstrucción de la credibilidad y la transparencia. El
Gobierno tiene todo para ganar con ello. El nivel de
corrupción existente es infinitamente menor al de otros tiempos recientes. Pero
la comunicación social de tipo entornista no ayuda a desmontar la mitología
neogorila. Detrás de las sonoras declamaciones de ciertos comunicadores
oficiales y de sus complacientes análisis no hay más que la contratara de los
Sarlo, Lanata y compañía. La precariedad del periodismo actual le brinda hoy al
gobierno la posibilidad de construir un relato verosímil que instaure un mito
positivo y edificador de cultura nacional. Pero esto requiere urgentes ajustes.
No es lo mismo, por ejemplo, Aldo Ferrer
que Guillermo Moreno. Y peor sería si, por alguna desmesura se pensara que el
segundo es superior en algo.
Hoy el Gobierno vuelve a ser susceptible de
“ataques de indignación” de grupos dispersos pero activos. Estos ataques no se
reducen, como quieren creer los voceros oficiales, a las clases altas. Con
razón o sin ella atraviesan en una peligrosa transversalidad a la sociedad. El problema
principal no es determinar si dicha indignación es objetivamente justa, que no
lo es al menos si se compara con otros actores políticos alternativos y con
otros lugares del mundo. El problema es
que, aunque subjetiva, la indignación es real y puede que esté alimentada por la
complacencia de algunos cuadros políticos oficiales que en lugar de enfrentar
el desafío lo interpretan como la prueba de su éxito revolucionario (ladran
Sancho…).
Pues bien, aquí los perros ladran, y son
perros. En determinadas circunstancias se les dispara el deseo de morder,
es decir de dar rienda suelta a su europeismo
de colonizado (justo ahora ¡…) Pero la mentalidad tilinga colonial es un dato
de la realidad y no se lo enfrenta con epítetos. Se la debe desarmar subliminalmente,
reconstruyendo el orgullo del propio ser de la comunidad nacional. Lo cual
requiere otros voceros y otros ejemplos. Porque por otra parte no hay aquí
ninguna revolución. Hace tiempo que no
se sabe como hacer la
revolución Apenas hay
aquí un proceso de módicas e importantes reformas que, llevado sin sectarismo y
sin infantilismo, debiera ser muy tranquilo. Que la derecha sin partido trate
de agitar a sectores de las clases medias con problemas existenciales,
convenciéndolos de que su infelicidad es fruto de que gobierna Cristina, es
algo esperable. Lo que no es aceptable es que se reaccione ante eso con la
irrupción masiva de respondedores ironicistas.
Tampoco vamos a creer que es un problema sólo de
comunicación. Hay falencias reales y gratuitas, torpezas y agresividades
inútiles.
El futuro próximo depende en gran parte de que
el Gobierno sepa escuchar a sus mejores cuadros y a los mejores hombres y
mujeres del país, no a los más entusiastas en la confirmación rápida y el
aplauso en primera fila del lado de arriba. Entre estos suele haber, ahora y
siempre, traidores. Nunca se debiera olvidar entre los que reflexionamos
políticamente esta Nación, la historia del desplazamiento del Coronel Domingo
Mercante.
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