Cuando se postula la proyección de una sociedad a construir
o a conservar, se postula también una hipótesis de conducta del hombre, pero se
lo hace, por lo general, implícitamente, en ocasiones ignorándolo.
Sin ingresar en las definiciones de las esencias del ser
humano de los muchos que escribieron sobre el tema, sí podemos resumir las que
están proyectadas en los principales paradigmas político-económicos.
Para el liberalismo y también para neoliberalismo, tomando
una hipótesis derivada de la Economía Neoclásica, existiría un homo-economicus
que busca racionalmente maximizar el fruto de sus recursos y capacidades. Si
tal tipo de persona humana no coincidiera con lo observado, la educación se encargaría de llevarlo hasta el nivel
normativamente deseable. Si la información necesaria para operar racionalmente
no estuviera a su alcance, la prensa y también la educación se la
proporcionarían.
Para el marxismo, heredero a la vez de la visión evolutiva
hegeliana, del racionalismo y de la antropología emergente, existía una
naturaleza humana que no había alcanzado su realización racional por cuanto el
capitalismo alienaba al hombre al separarlo del fruto de su trabajo
materializado en la
producción. Pero a lo que se apuntaba asimismo con esta
afirmación era a que no se podía hablar de un hombre racional, mientras
estuviese vigente el sometimiento del proletariado. El hombre, no sólo el
explotado sino también el explotador, sería en alguna medida un potencial racional
a concretar pero aún inconcluso. Eso sí, sólo faltaría reconciliarlo con su
libertad económica al eliminar la sociedad de clases. Las posteriores
contradicciones serían reales e inevitables, pero no esenciales.
No nos interesan las críticas a ambas concepciones que se
puedan hacer desde un enfoque filosófico, dado que las mismas pueden ser
infinitas, contradictorias e inconducentes. Sólo analizaremos las implicancias concretas
que deben ser necesariamente refutadas, si no se desea persistir en errores
seculares a la hora de construir la sociedad política. Tampoco tendremos en
cuenta aquí las críticas antirracionalistas, por el mismo motivo.
El homo economicus del liberalismo es un hombre atomista, es
decir aislado, que pareciera destinado a llegar a la racionalidad y a la
sociabilidad plena con el sólo instrumento de la educación sobre las verdades
universales que aporta la ciencia, independientemente
de las circunstancias en que lo coloca su posición social. A lo sumo, si alguna
asimetría amenazara la consecución del ideal educativo, acciones de
discriminación positiva debieran actuar como compensación. Superados los
atavismos de las viejas culturas precapitalistas, es decir accedido el hombre a
la modernidad, tendríamos un ser evolucionado y cooperativo, paradójimente, a
través de su egoísmo socialmente limitado por la libertad de buscar su interés
no ilícito. En el Liberalismo esto es una creencia. En el Conservadorismo
neoliberal es una excusa.
El ser humano descripto por el marxismo, no puede llegar a
la razón sin la eliminación de la sociedad de clases, dado que la subordinación
y alienación que surge de la misma le impide ser ciudadano pleno, por más que
la ilusión educativista intente compensar sus carencias. Pero si la sociedad
sin clases es establecida, habrá aparecido un ser humano pleno no muy diferente
al previsto por el liberalismo, pero
gracias no a la educación sino a las nuevas relaciones sociales entre los
hombres. Estas nuevas relaciones sociales, se sobreentiende que de cooperación, posibilitarán el hombre apto
para la sociedad racional.
Esta coincidencia del liberalismo y el marxismo ha
facilitado el ataque conjunto por parte de los grupos y pensadores
reaccionarios de todo tipo, lo que explicamos también al hacer referencia a las
diversas formas de fascismo. Haciendo hincapie en el desconocimiento que el
liberalismo y el marxismo hacen de los componentes del particularismo cultural,
con sus arquetipos de identificación comunitaria, los romanticismos buscaron
desacreditar ambas visiones progresistas, criticando el individualismo y la
atomización de la persona y por sobre todo el desprecio del pasado. Claro está,
no siempre esta operación intelectual estuvo dotada de buena fe. El romántico
postula el retorno de la Comunidad y puede que lo haga en pos de un bien
efectivo. Quienes usan sus lecturas, en muchos casos pretenden, sabiéndolo o
no, el retorno de viejas dominaciones en las que se imaginan en la cumbre de la
sociedad, sea como notables dignatarios, sea como auxiliares de los señores del
poder. Si hay una idea de ascenso social en los fascismos y romanticismos es la
de una nueva aristocracia, constituida por los propios, y que desaloje a la
anterior calificada al efecto como decadente. Napoléon supo hacerlo muy bien,
con la astucia de mantener su anclaje simbólico con la revolución que lo llevó
inesperadamente al poder.
El hombre del liberalismo y del marxista es fruto del
Iluminismo. Como tal buscaba superar la relativa incivilización medieval, lo
que es ponderable. Pero cuando esta tarea se intentó, el conocimiento de la
naturaleza humana era precario. Recién se esbozaba el Evolucionismo, y en todo
caso su aplicación al hombre era sólo parcial. No había aún y en realidad
recién se está esbozando en nuestros días, una psicología científica, por cuanto las existentes son en
gran medida previas a la aplicación de la Etología científica al Homo Sapiens y
por tanto a la determinación correcta del lugar que ocupan en la naturaleza del
hombre la cooperación y la competencia.
El espacio de la psicología fue ocupado por el psicoanálisis
freudiano o por el conductismo. El segundo ha tenido escasa fecundidad a la
hora de contribuir al estudio de la naturaleza del hombre en relación a la
organización social. El primero, más allá de algunos aciertos descriptivos no
del todo originales y de casos fundantes fraudulentos, se encerró en su interés
corporativo impidiendo la constatación imparcial, recurriendo al comodín
multiuso del “complejo de Edipo”, que fungió como equivalente a la “dialéctica”
en el marxismo, es decir como un argumento que se usa cada vez que hay un
enigma irresuelto que interroga críticamente a la teoría.
La carencia de una adecuada hipótesis de la naturaleza
humana hizo que tanto el Liberalismo
sincero como el Marxismo dejaran de ser dos proyectos para ser dos utopías, es
decir dos metas alcanzables por un acto de fe y por un diseño normativo al que
los individuos deben arribar so pena de ser condenados.
El Liberalismo logró en ocasiones configurar sociedades
defendibles, tanto por la acción de conservadores convencidos de la necesidad
de constituir sociedades con un nivel mínimo de bienestar, como por la acción
socialdemócrata que avanzó además sobre la igualdad económica. Pero el conjunto
del Capitalismo, la
Economía Mundo que describieran Braudel y Wallerstein, está
lejos de ser tan apacible. Más aún, como se describe en otra parte de este
trabajo, las fuerzas capitalistas más profundas han pugnado desde los años 70
del siglo XX, por desarmar los logros liberales, en nombre de la libertad
individual irrestricta.
Pero la idea de naturaleza humana del liberalismo falla
esencialmente cuando define al hombre económico que al realizar su interés
realiza el de todos, no sólo porque el hombre no siempre es un maximizador
consciente de ingresos, sino más bien porque esto supone individuos que actúan
en paridad de fuerzas en el mercado de trabajo. El homo economicus tendría
algún sentido si fuera un jugador en un mercado donde el trabajo o el ocio
fueran opciones igualmente probables. Eso supone, está claro, hombres sin
necesidad de trabajar, aunque con deseo de trabajar para adquirir bienes
suplementarios, es decir bienes no básicos. No siendo esto así, y como veremos
en el estudio del mercado de trabajo, sólo las compensaciones y regulaciones
pueden simular esta situación, y como sabemos, las regulaciones son objeto
de permanente sabotaje, como resultado
de otra naturaleza humana distinta a la liberal, la naturaleza humana real. El
ideal liberal si se lo sostiene con obcecación es indicio de mala fe.
La visión primera del marxismo, menos ingenua que la
liberal, no dejaba de tener su propia carencia. Fue muy acertada su
presentación de los sujetos como seres incluidos en clases sociales y
determinados como tales. En el capitalismo que Marx analizaba, y los posteriores
también, el ser humano no es un ciudadano racionalista, sino que es un
ciudadano de intereses, básicamente los intereses que surgen de su posición de clase.
La deducción consecuente de que los intereses del Proletariado, al que se
percibe siempre creciente, son los más parecido al verdadero interés general,
son también atendibles. Pero a partir de ahí, el marxismo comenzó a desplegar
en los hechos una curiosa filosofía según la cual la clase definía la
naturaleza humana de una particular manera. El burgués no podía hacer otra cosa
que actuar y pensar como burgués hasta su muerte. El proletario no podía ser
otra cosa que un bondadoso cooperativista en potencia. Queda la incógnita del
llamado pequeño burgués, difícil por su carácter mixto, pero también porque
intentar describirlo era, para los escritores revolucionarios, describirse a si
mismos. El resultado de compromiso fue que había unos pequeño burgueses buenos,
los que caían del lado de la línea oficial del partido, y otros malos, que
habían caído afuera, lo cual solía derivar, para evitar males mayores en
tiempos difíciles en su exclusión, que con frecuencia lo era también de la vida. La tosquedad de
Stalin le permitió creerse proletario de pleno derecho, pero no fue el suyo el
único caso.
El problema sin embargo va más allá de la mayor o menor
crueldad con que trata a los miembros de las clases objetiva o subjetivamente
reaccionarios. El gran error es deducir a partir de la realidad de la
explotación, que sus víctimas son un tipo de hombre preparado por esa misma
explotación para la virtud.
En gran medida el poco tratamiento que el marxismo dio al
problema de la organización del socialismo, surge de considerar que el reino de
los proletarios sería un reino de cooperantes, y por ende con escaso riesgo de
corrupción.
Apenas surgida la nueva disciplina de la Antropología, y al
descubrir grupos humanos con costumbres real o aparentemente opuestas a las
“normales”, surgió también la pregunta sobre que hay de universal en las
culturas humanas y que hay de particular. Es decir, que rasgos culturales son
ineludibles y cuales otros son libres, y por ende maleables.
Esto generó numerosas nóminas a dos columnas, tratando de
identificar dichos rasgos. A poco de andar se descubrió que la dilucidación
nada tenía de sencilla, pues rasgos en apariencia diferentes, bien pueden ser
el resultado diverso de una adaptación propia de un entorno dado, pero
impulsada por un determinante universal. Los humanos podían aparecer como
ganaderos o agricultores, pero esto podía no ser un índice de libertad de
elección sino una determinación del ambiente y de los conocimientos disponibles
en su tiempo.
Con un poco más de profundidad, se comenzó a comprender que
había asociaciones frecuentes entre rasgos. Por ejemplo, los pueblos
agricultores sometidos en grandes imperios hidráulicos (grandes obras de riego
estatal) solían construir pirámides o túmulos gigantescos para enterrar a su
reyes. Los pueblos cazadores de pequeñas bandas solían tener una religión
totémica. Luego se identificaron formas de producción más o menos generalizables
que parecían actuar como determinantes de la cultura espiritual. Surgió así el
materialismo cultural, del que el marxismo es apenas una de sus vertientes, por
lo demás no muy bien conceptuada como consecuencia de sus atavismos
filosóficos, en particular la dialéctica y el finalismo. Si esto es así
pareciera que el Modo de Producción determina a la Cultura política, jurídica,
religiosa, Es decir la forma de organización productiva, dada a su vez por el
nivel de conocimiento sobre como producir y el entorno ecológico, constituiría
en una ecuación ilustradora, la variable independiente, siendo la Cultura la
variable dependiente o resultante. La Cultura a su vez, tendría una dimensión
de organización social y de parentesco y otra de creencias, religión y moral.
Una de las derivaciones de esta concepción es la famosa afirmación de que las
condiciones de la Existencia determinan las condiciones de la Conciencia.
Por cierto los descubrimientos de la Antropología, que con
sus más y sus menos se vertebraron alrededor de distintas formas de
materialismo cultural, encontraron una cierta resistencia, pero
mayoritariamente fuera del ámbito específico, dado que adentro del mismo los
hallazgos fueron quedando firmes. Se trató de una situación análoga a la que
acompañó al Evolucionismo biológico darwiniano. Siempre se dijo que estaba
“superado” pero desde fuera de la etología. En realidad sólo estaba
perfeccionándose.
Pero la cuestión del determinismo desde la producción hacia
la cultura, si bien valioso, no debe ser utilizado ilegítimamente, esto es
decir, no debe explicar más de lo que con certeza explica. Por cierto da un
orden evolutivo a la historia humana. Los modos de producción se suceden de lo
más simple a lo más complejo. La cultura de los modos simples es muy similar
entre todos ellos. Las reglas de parentesco también lo son. Pero pronto surge
la tentación de dar por explicados hechos que pueden tener que ser inteligidos
con otros elementos. El primero de ellos es el de las supervivencias de rasgos
propios de una etapa evolutiva anterior, en sociedades con modos de producción
más avanzado, que pueden estar
cumpliendo un nuevo rol, funcional a la nueva realidad.
Pero el riesgo mayor del determinismo materialista, es el
intentar comprender las sociedades complejas y ahora altamente
interinfluenciadas del presente, con formas simples de determinación de lo
productivo a lo cultural. No se trata de que el materialismo no sea cierto,
sino que el nuevo objeto de estudio, las sociedades de la actualidad, son el
resultado de determinaciones complejas, cruzadas y acumulativas. El problema
epistémico es semejante al de una moneda arrojada al aire. Nadie diría que su
determinación no es mecánica y que la moneda es “libre”, pero lo cierto es que
no tenemos forma de prever como las variables en juego decidirán, en un solo
tiro, el cara o ceca. En la moneda usamos las probabilidades que al menos nos
resuelven el problema si el experimento se repite muchas veces. Pero en la
historia, los experimentos casi nunca se repiten en condiciones semejantes y en
muchas repeticiones. Cuando sí lo son, se pueden establecer regularidades y de
hecho se lo hace.
También es riesgoso el determinismo material cultural cuando
se trata de analizar conductas personales e individuales que tienen un alto
grado de variabilidad. Si bien se puede aproximar la conducta o la opinión de
clases sociales determinadas, ante un determinado suceso, esto se logra en los
grandes números de la
estadística. Es el ejemplo de los pronósticos electorales.
Pero debe tenerse en cuenta que aún en estos casos se trata de pronosticar el
comportamiento ante opciones dadas, lo que implica un grado de libertad escaso.
Nada dice esto sobre las potencialidades de elección verdadera del ser humano,
de la clase que sea, si pudiera seleccionar en lugar de optar. Lo que resulta
claramente injustificado es el intento de pronosticar que hará un ser humano
mandatario del poder político delegado, tomando en cuenta sólo su origen de
clase.
Lo que a nosotros nos interesa es el ser humano y sus
variantes posibles de conducta, incluyendo las creencias, en relación al poder
político entendido como poder para diseñar, reformar, revolucionar, estructuras
sociales. Nos interesa tanto en el dirigente como en el dirigido.
Una primera afirmación que cabe realizar, es que en los
recientes avances en psicología evolucionista algunas ilusiones son invitadas a
la retirada. En
primer lugar la naturaleza humana, si bien muy versátil, no es un libro en
blanco o una tabla rasa en la que se puede inscribir cualquier mandato. La creencia de Mao de que el pueblo pobre
constituía una tela virgen sobre la que era posible pintar el mejor cuadro, y
sobre la que fundó la
Revolución Cultural, es incorrecta. Lo que no quiere decir
que algunas de las aspiraciones de la misma, como la superación de la división
de los hombres destinados al trabajo manual y los destinados al trabajo
intelectual no deba ser buscada. Pero en todo caso, se lo hará por medios que
la psiquis humana real permita. No es llevando detenido a un hombre para que se
sumerja en el mundo campesino, como se convertirá en un hombre socialista. Las
divisiones de valoración por status pueden ser amenguadas, pero esto requiere
acciones más sutiles, que pasan por evitar que los distintos roles queden
cargados con marcas negativas o positivas para la selección sexual, lo que en
el lenguaje cotidiano se denomina atractivo.
La
Revolución Cultural pretendía también que al insertarse
forzadamente el intelectual en el ambiente campesino pobre, adquiría una mayor
lucidez y, vaya uno a saber porqué, su intelectualidad quedaría lista para la
plena creatividad que permitiera a la ingeniería maoísta superar a la capitalista. Puede
ser cierto que si alguien es insertado en un medio cultural más cooperativo, se
haga más cooperativo, pero no necesariamente se convertirá en un innovador
técnico capaz de colocar a las fuerzas de producción en el nivel occidental.
Esto en China se está logrando, pero requirió, como es de público conocimiento,
otro camino.
El hombre nuevo,
cooperativo y altruísta que creyeron
poder lograr los cristianos posconciliares, era una construcción ingenua,
aunque no por esto deba ser despreciada en cuanto a alguno de sus objetivos. El
laboratorio de esta idea lo instalaron por unos breves años los chinos. Hoy se
pueden sacar conclusiones. El carácter cooperativo o competitivo del ser humano
aún debe ser estudiado, pero ya sabemos que no surge de la ley y la coerción,
por muy justas que estas sean. Tampoco de la “puesta en común de todos los
bienes” si no se quiere crear una sociedad de sectas que aún así terminarán
autodestruyéndose.
Algo hay de cierto en la creencia marciana y marxista de
que:”… la esencia del hombre no es una abstracción inherente a cada uno de los
individuos. En realidad consiste en el conjunto de las relaciones sociales.” El
problema es que esas relaciones sociales, en caso de que sean indeseables,
pueden ser suprimidas, pero esto implica caer en una realidad en gran medida
desconocida, con vacíos peligrosos, También esas relaciones sociales pueden ser
reformadas, lo que aparece como más sabio y prudente, pero aún así habrá
reformas que funcionan y otras que no. Si por relaciones que se consideran
indeseables definimos la dominación de clases basadas en la propiedad de los
medios de producción, como hacía el marxismo, sabemos ahora que la supresión de
la propiedad capitalista y del estado burgués, no produjo la creación de un
hombre nuevo y la supresión de relaciones sociales de dominación. Al menos así
lo percibieron sus presuntos beneficiarios. Quizás si se hubiera comprendido
mejor que el mal no residía tanto en la propiedad como en la propiedad negada a la mayoría, la
consiguiente difusión de la propiedad entre iguales, hubiera generado una homogeneidad no
totalitaria, en la que cada individuo, reconociéndose como parte de una polis, tendría más propensión a identificar lo común como de su
interés.
Dos problemas al menos contribuyen de manera fundamental al
dilema de la construcción de una sociedad humana mejor, aún si se tratase de la
actual y se renunciase a cualquier reforma o revolución. Uno es el de las clases, grupos, individuos
que deben dirigir, es decir el problema del poder, de su uso y de su abuso.
Otro es el de la motivación para el trabajo eficiente.
Los Anarquistas siempre fueron un problema para el
movimiento socialista. Cuestionaban la idea del gobierno, incluso el
revolucionario, por cuanto sostenían que la naturaleza humana se ocuparía de
crear una nueva clase dominante. Más allá de que sus soluciones fuesen
inviables, la historia les dio la
razón. No se es dominador porque se es burgués, sino que se
es burgués para ser dominador. Y si el camino es otro, por ejemplo ser
dirigente se lo que sea, se adopta también, se lo confiese o no. Ser dirigente
es sensual, permite mayores ingresos, mejores favores sexuales y afectivos. La
competencia por ser dirigente es inevitable porque no todos lo pueden ser.
Muchos son los llamados, pocos los elegidos. Poco importa que el dirigente sea
altruísta, igual tendrá un status diferenciado y un goce psicológico superior y
será objeto de agresión y de traición potencial. Pero el problema más grave es
que los altruistas son minoría, Cristos a quienes la sociedad asesina y luego
ensalza para calmar su conciencia negando su real naturaleza. La real
naturaleza indica que toda función de dirigencia es, a la vez que necesaria,
asimétrica. Quizás también aquí la solución pase más por difundir el poder que
por eliminarlo.
La propensión al trabajo productivo, el segundo problema,
fue resuelto en principio en el socialismo con la natural simpleza del stalinismo,
a través del stajanovismo, es decir la emulación forzada de un héroe obrero
cooperativo y altruísta. Con el se podía soñar en un mundo de obreros deseosos
de producir mucho más allá del monto del salario, a la espera que la sociedad
contara como consecuencia con gran cantidad de bienes y se liberara de la escasez. También
aquí el resultado es conocido. Más allá de los logros de la URSS no parece que
la escasez haya desaparecido, peor aún, por aquello de que no sólo de pan vive
el hombre, se generó un exacerbado fetichismo de los bienes de consumo de que
no se disponía, que contribuyó a minar la adhesión al sistema. La motivación
para el trabajo mancomunado no es de discernimiento fácil. Grandes obras
humanas fueron llevadas a cabo con violencia y coerción, como las pirámides de
Egipto. En otros casos esto no sirvió y no sirve siquiera para producir
alimentos suficientes, como en Corea del Norte. El temor al despido laboral
parece explicar mucho, sin embargo no existe casi en Japón donde es reemplazado
por una compulsión cultural. Los empleos estatales, que suelen en muchos países
ser vitalicios, en pocos casos poseen la productividad virtuosa de Japón. Es
más, cuando los economistas de la escuela austríaca denuestan al Estado
productor, ocultan que éste compite con una empresa privada que puede utilizar
el miedo al escarmiento, sin poder usarlo a su vez.
Lo anterior no indica
que la concreción del trabajo eficiente a la vez que cooperativo y
altruista sea imposible, sólo que requiere condiciones que todavía deben ser
confirmadas, y que quizás no se ha de presentar en todo momento y para todo
fin. Sabemos sí, que el ser humano se ha formado en y responde a un marco
evolutivo en el que actitudes altruistas y egoístas conviven, incluso en la
misma persona, en pos de objetivos de interés y de gratificación. El altruísmo
no deja de ser un objetivo del ego en busca de recompensas, sólo que
socialmente más apreciado. A su vez el egoísmo en ocasiones ha sido descripto
con algo de razón, como motor de beneficio común como en la famosa metáfora de
Adam Smith sobre el interés expresado detrás de la mano invisible del mercado.
Pero en estos casos vemos al altruísmo y al egoísmo como fuerzas positivas que
pueden ser complementarias. Un altruísta que realiza un buen gobierno puede
convivir con muchos egoístas que maximizan la producción para enriquecerse, por
ejemplo si lo hacen a costa del propio esfuerzo sin explotación de trabajo
ajeno. Quedará por resolver el problema de cómo hacer para que el esfuerzo
egoísta no genere una riqueza que luego permita enriquecer, en un momento
posterior, a costa del esfuerzo ajeno. Pero la producción abundante es, en
principio, socialmente beneficiosa.
El problema del altruismo y el egoísmo se torna más complejo
cuando reproduce la escena evolutiva de seres divididos en halcones y palomas
actitudinales. Los primeros pueden explotar a los demás y si esto es
socialmente reconocido, su actitud se difundirá. Pero al difundirse habrá
muchos halcones con lo que el aprovechamiento se tornará más difícil y las
palomas actitudinales pueden volverse valoradas y por ende objeto de selección
sexual y con mayor éxito reproductivo. Este es el límite evolutivo al egoísmo en una comunidad animal.
Pero en el hombre existen formas sutiles de encubrir el aprovechamiento, de las
cuales las relaciones de dominación de clase son uno de los ejemplos pero no el
único. Lo que debe resaltarse de esta mayor capacidad humana para encubrir las
conductas intrapredatorias, es que la misma sólo es la actitud de los miembros
de una clase dominante, en la medida que
estos la pueden ejercer porque su posición dominante les da la posibilidad, o
sea que muy probablemente aquellos que hoy son víctimas del predador están a la
espera de ocupar su lugar. En consecuencia, sólo el establecimiento de sistemas
inteligentes y naturales que hagan perdidosa la actitud predatoria puede
disminuir el fenómeno. No es lo mismo decir que el interés de la clase
explotada es una sociedad sin explotación, que suponer que los miembros de la
clase explotada son en esencia más altruistas.
El altruísmo suele identificarse con la búsqueda de ideales.
Sin embargo debiera ponerse atención al tipo de ideales, siendo preferibles
aquellos que no requieren creencias no susceptibles de constatación. Además el
sostenimiento de ideales puede encubrir un individuo halcón en busca de una
posición personal dominante. Es el caso de los militantes que, más avanzada su
vida, adhieren a posturas inversas a las de juventud, sin molestarse en
justificar el cambio tan rotundo. El autoengaño, con el que este tipo de
individuos se pertrecha, es un arma que permite saltar la barrera moral de
deber de verdad que la cultura inscribe en el individuo. La fe, entendida no
como confianza, sino como creencia acrítica justificada con fines positivos, es
una forma de autoengaño, y recibe incluso apoyo de instituciones sectarias.
Si lo anterior lo aplicamos al liderazgo revolucionario y
aún al liderazgo en general, podremos intuir algo de las motivaciones de los
líderes originalmente altruistas que luego se convierten en dictadores,
invirtiendo la ideología u obliterando algún rasgo esencial de la misma en
nombre de la necesidad histórica. La concentración de poder crea escenarios
proclives a la emergencia de patologías latentes que, una vez liberadas en ese
ámbito, son descriptas con variables políticas, cuando en realidad son también
psicológicas, aunque poco ha avanzado la ciencia en este aspecto. Por supuesto,
la concentración de poder es un hecho de la conducción política de carácter
necesario en mayor o menor medida, y las reacciones represivas pueden expresar
en ocasiones tensiones sociales inevitables, lo que hace difícil determinar
cuando se está frente al caso patológico. Pero es necesario saber que la
probabilidad existe más veces de las deseables, y que algún tipo de control
contrarrestante debe ser construido en cualquier proyecto político serio si no
ha de ser vulnerable desde lo interno. Poco aporta la teoría política a este
problema, que sí es descripto de mil maneras por el arte y la literatura, que
mucho saben de la naturaleza humana, aunque de manera no sistémica.
Un último problema merece consideración en esta parte, y es
el que hace a la capacidad de innovación y creatividad para el desarrollo de la sociedad. Si algo
sabemos es que en la especie humana no hay razas más inteligentes. Los germanos
eran los marginales del Imperio Romano. Los árabes eran la cultura más refinada
en su tiempo de apogeo. El mundo anglo sajón posee hoy una notable
preponderancia en ciencia y técnica, pero nada indica que japoneses, chinos e
indios no los estén por alcanzar. Nada tiene que ver aquí la naturaleza humana,
aunque sí la cultura, pero esta no es inmutable ni eterna.
Sí deben considerarse los factores que hacen que la
capacidad de descubrimiento y aplicación del conocimiento se hagan cultura allí
donde no están presentes en las formas actuales, dejando en desventaja a su
colectividad.
Por fortuna, una evidencia acude a nuestro auxilio. El
conocimiento da placer. Tanto que sea burda curiosidad como resolución de
enigmas complejos, el ser humano, cualquiera sea éste, es premiado por la
Evolución con procesos bioquímicos agradables cuando resuelve problemas. Si
además esto es reforzado por la comunidad con congratulaciones, el efecto se
refuerza, y esto último en ocasiones está contenido en una cultura y es escaso
en otras. Pero si se decide un cambio, aún en estas últimas se encontrará un
ser, el humano, con predisposición a la búsqueda.
Señalamos lo anterior porque en la evolución de las
sociedades humanas, el hilo conductor ha sido la evolución de las técnicas de
producción, aunque como explicamos en su momento, esto no explique toda
conducta humana. Y en la competencia actual entre naciones, así como en su
status relativo, el dominio de las técnicas que en cada momento son la avanzada
del conocimiento, determina casi inexorablemente el éxito o el fracaso.
Definitivamente, de mejor manera que la disposición de recursos naturales
escasos, cantidad de población u otros indicadores de potencia nacional.
En la competencia entre sistemas, cuando esta se dio entre
el capitalismo y el socialismo real soviético, este tema se manifestó con un
claro contraste. La URSS, muy consciente
de la necesidad de tomar la delantera técnica o al menos mantenerse al mismo
nivel, organizó estatalmente a sus mejores
hombres y mujeres en agencias estatales de notable calidad, con lo que logró
llevar la ciencia soviética a primer nivel en muchos campos. Aquí la motivación
por el descubrimiento actuaba de manera plena, como suele ocurrir entre los que
se dedican con fervor a la investigación. Supieron sobrellevar las
ocasionales represiones que les exigían una “ciencia socialista” así como la
tentación de las ofertas occidentales para exiliarse en pro de una buena paga.
Mientras tanto en los centros del capitalismo la misma cuestión se resolvía en
forma similar, también con agencias estatales como la NASA y las Universidades.
Pero una diferencia, al principio nimia, vino a hacer la gran diferencia.
El socialismo soviético no logró desplegar el espíritu innovativo
en su forma general, es decir allí donde con asiduidad aparece un producto de
consumo más eficiente, o más atractivo tanto sea en su forma de producto
terminado como en el proceso que le dio origen. La URSS llegaba al espacio y
sus deportistas triunfaban. Pero sus automóviles eran costosos, feos e
ineficientes y sus empresas no podían competir. Sería un error suponer que esto
era resultado de que el socialismo exigía austeridad. Baste considerar como
salió de la segunda guerra mundial y sus desastres la industria automotriz
europea occidental y la
soviética. En el primer caso, pequeños y eficientes
automóviles populares que aun hoy son objeto de admiración. En el segundo caso,
pesados armatostes para dirigentes. Los héroes soviéticos de la ciencia
cumplieron, los técnicos que debían
aplicar esto a la producción en escala, no. Quizás la razón esté a la vista. El héroe cultural
tiene una oferta evolutiva clara. El hombre común necesita algo más que pan, y
si no se lo dan, se deja estar.
Es en el conocimiento para la productividad, y su premio
evolutivo que las sociedades evolucionan y perviven. Productividad que no es
igual a la expansión neurótica de la producción y el consumo, pero sí es la
puesta en disposición para todos de la
libertad de obtener de manera abundante, con eficiencia en recursos y con menos
tiempo de trabajo, los requerimientos de la vida, integralmente considerada. Toda
idea de construir una sociedad mejor y más justa deberá proporcionar, además de
la difusión de los medios de producción, la difusión del saber como hacer, y la
libertad junto con cierta compulsión al hacer socialmente necesario.
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