domingo, 5 de agosto de 2012

La naturaleza del Hombre, la Evolución y las teorías políticas.



Cuando se postula la proyección de una sociedad a construir o a conservar, se postula también una hipótesis de conducta del hombre, pero se lo hace, por lo general, implícitamente, en ocasiones ignorándolo.
Sin ingresar en las definiciones de las esencias del ser humano de los muchos que escribieron sobre el tema, sí podemos resumir las que están proyectadas en los principales paradigmas político-económicos.

Para el liberalismo y también para neoliberalismo, tomando una hipótesis derivada de la Economía Neoclásica, existiría un homo-economicus que busca racionalmente maximizar el fruto de sus recursos y capacidades. Si tal tipo de persona humana no coincidiera con lo observado, la educación  se encargaría de llevarlo hasta el nivel normativamente deseable. Si la información necesaria para operar racionalmente no estuviera a su alcance, la prensa y también la educación se la proporcionarían.

Para el marxismo, heredero a la vez de la visión evolutiva hegeliana, del racionalismo y de la antropología emergente, existía una naturaleza humana que no había alcanzado su realización racional por cuanto el capitalismo alienaba al hombre al separarlo del fruto de su trabajo materializado en la producción. Pero a lo que se apuntaba asimismo con esta afirmación era a que no se podía hablar de un hombre racional, mientras estuviese vigente el sometimiento del proletariado. El hombre, no sólo el explotado sino también el explotador, sería en alguna medida un potencial racional a concretar pero aún inconcluso. Eso sí, sólo faltaría reconciliarlo con su libertad económica al eliminar la sociedad de clases. Las posteriores contradicciones serían reales e inevitables, pero no esenciales.

No nos interesan las críticas a ambas concepciones que se puedan hacer desde un enfoque filosófico, dado que las mismas pueden ser infinitas, contradictorias e inconducentes. Sólo analizaremos las implicancias concretas que deben ser necesariamente refutadas, si no se desea persistir en errores seculares a la hora de construir la sociedad política. Tampoco tendremos en cuenta aquí las críticas antirracionalistas, por el mismo motivo.

El homo economicus del liberalismo es un hombre atomista, es decir aislado, que pareciera destinado a llegar a la racionalidad y a la sociabilidad plena con el sólo instrumento de la educación sobre las verdades universales que aporta la ciencia, independientemente de las circunstancias en que lo coloca su posición social. A lo sumo, si alguna asimetría amenazara la consecución del ideal educativo, acciones de discriminación positiva debieran actuar como compensación. Superados los atavismos de las viejas culturas precapitalistas, es decir accedido el hombre a la modernidad, tendríamos un ser evolucionado y cooperativo, paradójimente, a través de su egoísmo socialmente limitado por la libertad de buscar su interés no ilícito. En el Liberalismo esto es una creencia. En el Conservadorismo neoliberal es una excusa.

El ser humano descripto por el marxismo, no puede llegar a la razón sin la eliminación de la sociedad de clases, dado que la subordinación y alienación que surge de la misma le impide ser ciudadano pleno, por más que la ilusión educativista intente compensar sus carencias. Pero si la sociedad sin clases es establecida, habrá aparecido un ser humano pleno no muy diferente al  previsto por el liberalismo, pero gracias no a la educación sino a las nuevas relaciones sociales entre los hombres. Estas nuevas relaciones sociales, se sobreentiende que de  cooperación, posibilitarán el hombre apto para la sociedad racional.

Esta coincidencia del liberalismo y el marxismo ha facilitado el ataque conjunto por parte de los grupos y pensadores reaccionarios de todo tipo, lo que explicamos también al hacer referencia a las diversas formas de fascismo. Haciendo hincapie en el desconocimiento que el liberalismo y el marxismo hacen de los componentes del particularismo cultural, con sus arquetipos de identificación comunitaria, los romanticismos buscaron desacreditar ambas visiones progresistas, criticando el individualismo y la atomización de la persona y por sobre todo el desprecio del pasado. Claro está, no siempre esta operación intelectual estuvo dotada de buena fe. El romántico postula el retorno de la Comunidad y puede que lo haga en pos de un bien efectivo. Quienes usan sus lecturas, en muchos casos pretenden, sabiéndolo o no, el retorno de viejas dominaciones en las que se imaginan en la cumbre de la sociedad, sea como notables dignatarios, sea como auxiliares de los señores del poder. Si hay una idea de ascenso social en los fascismos y romanticismos es la de una nueva aristocracia, constituida por los propios, y que desaloje a la anterior calificada al efecto como decadente. Napoléon supo hacerlo muy bien, con la astucia de mantener su anclaje simbólico con la revolución que lo llevó inesperadamente al poder.

El hombre del liberalismo y del marxista es fruto del Iluminismo. Como tal buscaba superar la relativa incivilización medieval, lo que es ponderable. Pero cuando esta tarea se intentó, el conocimiento de la naturaleza humana era precario. Recién se esbozaba el Evolucionismo, y en todo caso su aplicación al hombre era sólo parcial. No había aún y en realidad recién se está esbozando en nuestros días, una psicología  científica, por cuanto las existentes son en gran medida previas a la aplicación de la Etología científica al Homo Sapiens y por tanto a la determinación correcta del lugar que ocupan en la naturaleza del hombre la cooperación y la competencia.

El espacio de la psicología fue ocupado por el psicoanálisis freudiano o por el conductismo. El segundo ha tenido escasa fecundidad a la hora de contribuir al estudio de la naturaleza del hombre en relación a la organización social. El primero, más allá de algunos aciertos descriptivos no del todo originales y de casos fundantes fraudulentos, se encerró en su interés corporativo impidiendo la constatación imparcial, recurriendo al comodín multiuso del “complejo de Edipo”, que fungió como equivalente a la “dialéctica” en el marxismo, es decir como un argumento que se usa cada vez que hay un enigma irresuelto que interroga críticamente a la teoría.

La carencia de una adecuada hipótesis de la naturaleza humana hizo que tanto  el Liberalismo sincero como el Marxismo dejaran de ser dos proyectos para ser dos utopías, es decir dos metas alcanzables por un acto de fe y por un diseño normativo al que los individuos deben arribar so pena de ser condenados.

El Liberalismo logró en ocasiones configurar sociedades defendibles, tanto por la acción de conservadores convencidos de la necesidad de constituir sociedades con un nivel mínimo de bienestar, como por la acción socialdemócrata que avanzó además sobre la igualdad económica. Pero el conjunto del Capitalismo, la Economía Mundo que describieran Braudel y Wallerstein, está lejos de ser tan apacible. Más aún, como se describe en otra parte de este trabajo, las fuerzas capitalistas más profundas han pugnado desde los años 70 del siglo XX, por desarmar los logros liberales, en nombre de la libertad individual irrestricta.

Pero la idea de naturaleza humana del liberalismo falla esencialmente cuando define al hombre económico que al realizar su interés realiza el de todos, no sólo porque el hombre no siempre es un maximizador consciente de ingresos, sino más bien porque esto supone individuos que actúan en paridad de fuerzas en el mercado de trabajo. El homo economicus tendría algún sentido si fuera un jugador en un mercado donde el trabajo o el ocio fueran opciones igualmente probables. Eso supone, está claro, hombres sin necesidad de trabajar, aunque con deseo de trabajar para adquirir bienes suplementarios, es decir bienes no básicos. No siendo esto así, y como veremos en el estudio del mercado de trabajo, sólo las compensaciones y regulaciones pueden simular esta situación, y como sabemos, las regulaciones son objeto de  permanente sabotaje, como resultado de otra naturaleza humana distinta a la liberal, la naturaleza humana real. El ideal liberal si se lo sostiene con obcecación es indicio de mala fe.

La visión primera del marxismo, menos ingenua que la liberal, no dejaba de tener su propia carencia. Fue muy acertada su presentación de los sujetos como seres incluidos en clases sociales y determinados como tales. En el capitalismo que Marx analizaba, y los posteriores también, el ser humano no es un ciudadano racionalista, sino que es un ciudadano de intereses, básicamente los intereses que surgen de su posición de clase. La deducción consecuente de que los intereses del Proletariado, al que se percibe siempre creciente, son los más parecido al verdadero interés general, son también atendibles. Pero a partir de ahí, el marxismo comenzó a desplegar en los hechos una curiosa filosofía según la cual la clase definía la naturaleza humana de una particular manera. El burgués no podía hacer otra cosa que actuar y pensar como burgués hasta su muerte. El proletario no podía ser otra cosa que un bondadoso cooperativista en potencia. Queda la incógnita del llamado pequeño burgués, difícil por su carácter mixto, pero también porque intentar describirlo era, para los escritores revolucionarios, describirse a si mismos. El resultado de compromiso fue que había unos pequeño burgueses buenos, los que caían del lado de la línea oficial del partido, y otros malos, que habían caído afuera, lo cual solía derivar, para evitar males mayores en tiempos difíciles en su exclusión, que con frecuencia lo  era también de la vida. La tosquedad de Stalin le permitió creerse proletario de pleno derecho, pero no fue el suyo el único caso.

El problema sin embargo va más allá de la mayor o menor crueldad con que trata a los miembros de las clases objetiva o subjetivamente reaccionarios. El gran error es deducir a partir de la realidad de la explotación, que sus víctimas son un tipo de hombre preparado por esa misma explotación para la virtud. En gran medida el poco tratamiento que el marxismo dio al problema de la organización del socialismo, surge de considerar que el reino de los proletarios sería un reino de cooperantes, y por ende con escaso riesgo de corrupción.

Apenas surgida la nueva disciplina de la Antropología, y al descubrir grupos humanos con costumbres real o aparentemente opuestas a las “normales”, surgió también la pregunta sobre que hay de universal en las culturas humanas y que hay de particular. Es decir, que rasgos culturales son ineludibles y cuales otros son libres, y por ende maleables.

Esto generó numerosas nóminas a dos columnas, tratando de identificar dichos rasgos. A poco de andar se descubrió que la dilucidación nada tenía de sencilla, pues rasgos en apariencia diferentes, bien pueden ser el resultado diverso de una adaptación propia de un entorno dado, pero impulsada por un determinante universal. Los humanos podían aparecer como ganaderos o agricultores, pero esto podía no ser un índice de libertad de elección sino una determinación del ambiente y de los conocimientos disponibles en su tiempo.

Con un poco más de profundidad, se comenzó a comprender que había asociaciones frecuentes entre rasgos. Por ejemplo, los pueblos agricultores sometidos en grandes imperios hidráulicos (grandes obras de riego estatal) solían construir pirámides o túmulos gigantescos para enterrar a su reyes. Los pueblos cazadores de pequeñas bandas solían tener una religión totémica. Luego se identificaron formas de producción más o menos generalizables que parecían actuar como determinantes de la cultura espiritual. Surgió así el materialismo cultural, del que el marxismo es apenas una de sus vertientes, por lo demás no muy bien conceptuada como consecuencia de sus atavismos filosóficos, en particular la dialéctica y el finalismo. Si esto es así pareciera que el Modo de Producción determina a la Cultura política, jurídica, religiosa, Es decir la forma de organización productiva, dada a su vez por el nivel de conocimiento sobre como producir y el entorno ecológico, constituiría en una ecuación ilustradora, la variable independiente, siendo la Cultura la variable dependiente o resultante. La Cultura a su vez, tendría una dimensión de organización social y de parentesco y otra de creencias, religión y moral. Una de las derivaciones de esta concepción es la famosa afirmación de que las condiciones de la Existencia determinan las condiciones de la Conciencia.

Por cierto los descubrimientos de la Antropología, que con sus más y sus menos se vertebraron alrededor de distintas formas de materialismo cultural, encontraron una cierta resistencia, pero mayoritariamente fuera del ámbito específico, dado que adentro del mismo los hallazgos fueron quedando firmes. Se trató de una situación análoga a la que acompañó al Evolucionismo biológico darwiniano. Siempre se dijo que estaba “superado” pero desde fuera de la etología. En realidad sólo estaba perfeccionándose.

Pero la cuestión del determinismo desde la producción hacia la cultura, si bien valioso, no debe ser utilizado ilegítimamente, esto es decir, no debe explicar más de lo que con certeza explica. Por cierto da un orden evolutivo a la historia humana. Los modos de producción se suceden de lo más simple a lo más complejo. La cultura de los modos simples es muy similar entre todos ellos. Las reglas de parentesco también lo son. Pero pronto surge la tentación de dar por explicados hechos que pueden tener que ser inteligidos con otros elementos. El primero de ellos es el de las supervivencias de rasgos propios de una etapa evolutiva anterior, en sociedades con modos de producción más avanzado, que  pueden estar cumpliendo un nuevo rol, funcional a la nueva realidad.

Pero el riesgo mayor del determinismo materialista, es el intentar comprender las sociedades complejas y ahora altamente interinfluenciadas del presente, con formas simples de determinación de lo productivo a lo cultural. No se trata de que el materialismo no sea cierto, sino que el nuevo objeto de estudio, las sociedades de la actualidad, son el resultado de determinaciones complejas, cruzadas y acumulativas. El problema epistémico es semejante al de una moneda arrojada al aire. Nadie diría que su determinación no es mecánica y que la moneda es “libre”, pero lo cierto es que no tenemos forma de prever como las variables en juego decidirán, en un solo tiro, el cara o ceca. En la moneda usamos las probabilidades que al menos nos resuelven el problema si el experimento se repite muchas veces. Pero en la historia, los experimentos casi nunca se repiten en condiciones semejantes y en muchas repeticiones. Cuando sí lo son, se pueden establecer regularidades y de hecho se lo hace.

También es riesgoso el determinismo material cultural cuando se trata de analizar conductas personales e individuales que tienen un alto grado de variabilidad. Si bien se puede aproximar la conducta o la opinión de clases sociales determinadas, ante un determinado suceso, esto se logra en los grandes números de la estadística. Es el ejemplo de los pronósticos electorales. Pero debe tenerse en cuenta que aún en estos casos se trata de pronosticar el comportamiento ante opciones dadas, lo que implica un grado de libertad escaso. Nada dice esto sobre las potencialidades de elección verdadera del ser humano, de la clase que sea, si pudiera seleccionar en lugar de optar. Lo que resulta claramente injustificado es el intento de pronosticar que hará un ser humano mandatario del poder político delegado, tomando en cuenta sólo su origen de clase.

Lo que a nosotros nos interesa es el ser humano y sus variantes posibles de conducta, incluyendo las creencias, en relación al poder político entendido como poder para diseñar, reformar, revolucionar, estructuras sociales. Nos interesa tanto en el dirigente como en el dirigido.

Una primera afirmación que cabe realizar, es que en los recientes avances en psicología evolucionista algunas ilusiones son invitadas a la retirada. En primer lugar la naturaleza humana, si bien muy versátil, no es un libro en blanco o una tabla rasa en la que se puede inscribir cualquier mandato. La creencia de Mao de que el pueblo pobre constituía una tela virgen sobre la que era posible pintar el mejor cuadro, y sobre la que fundó la Revolución Cultural, es incorrecta. Lo que no quiere decir que algunas de las aspiraciones de la misma, como la superación de la división de los hombres destinados al trabajo manual y los destinados al trabajo intelectual no deba ser buscada. Pero en todo caso, se lo hará por medios que la psiquis humana real permita. No es llevando detenido a un hombre para que se sumerja en el mundo campesino, como se convertirá en un hombre socialista. Las divisiones de valoración por status pueden ser amenguadas, pero esto requiere acciones más sutiles, que pasan por evitar que los distintos roles queden cargados con marcas negativas o positivas para la selección sexual, lo que en el lenguaje cotidiano se denomina atractivo.

La Revolución Cultural pretendía también que al insertarse forzadamente el intelectual en el ambiente campesino pobre, adquiría una mayor lucidez y, vaya uno a saber porqué, su intelectualidad quedaría lista para la plena creatividad que permitiera a la ingeniería maoísta superar a la capitalista. Puede ser cierto que si alguien es insertado en un medio cultural más cooperativo, se haga más cooperativo, pero no necesariamente se convertirá en un innovador técnico capaz de colocar a las fuerzas de producción en el nivel occidental. Esto en China se está logrando, pero requirió, como es de público conocimiento, otro camino.

El hombre nuevo, cooperativo y altruísta que creyeron poder lograr los cristianos posconciliares, era una construcción ingenua, aunque no por esto deba ser despreciada en cuanto a alguno de sus objetivos. El laboratorio de esta idea lo instalaron por unos breves años los chinos. Hoy se pueden sacar conclusiones. El carácter cooperativo o competitivo del ser humano aún debe ser estudiado, pero ya sabemos que no surge de la ley y la coerción, por muy justas que estas sean. Tampoco de la “puesta en común de todos los bienes” si no se quiere crear una sociedad de sectas que aún así terminarán autodestruyéndose.

Algo hay de cierto en la creencia marciana y marxista de que:”… la esencia del hombre no es una abstracción inherente a cada uno de los individuos. En realidad consiste en el conjunto de las relaciones sociales.” El problema es que esas relaciones sociales, en caso de que sean indeseables, pueden ser suprimidas, pero esto implica caer en una realidad en gran medida desconocida, con vacíos peligrosos, También esas relaciones sociales pueden ser reformadas, lo que aparece como más sabio y prudente, pero aún así habrá reformas que funcionan y otras que no. Si por relaciones que se consideran indeseables definimos la dominación de clases basadas en la propiedad de los medios de producción, como hacía el marxismo, sabemos ahora que la supresión de la propiedad capitalista y del estado burgués, no produjo la creación de un hombre nuevo y la supresión de relaciones sociales de dominación. Al menos así lo percibieron sus presuntos beneficiarios. Quizás si se hubiera comprendido mejor que el mal no residía tanto en la propiedad como en la propiedad negada a la mayoría, la consiguiente difusión de la propiedad entre iguales,  hubiera generado una homogeneidad no totalitaria, en la que cada individuo, reconociéndose  como parte de una polis, tendría más propensión a identificar lo común como de su interés.

Dos problemas al menos contribuyen de manera fundamental al dilema de la construcción de una sociedad humana mejor, aún si se tratase de la actual y se renunciase a cualquier reforma o revolución.  Uno es el de las clases, grupos, individuos que deben dirigir, es decir el problema del poder, de su uso y de su abuso. Otro es el de la motivación para el trabajo eficiente.

Los Anarquistas siempre fueron un problema para el movimiento socialista. Cuestionaban la idea del gobierno, incluso el revolucionario, por cuanto sostenían que la naturaleza humana se ocuparía de crear una nueva clase dominante. Más allá de que sus soluciones fuesen inviables, la historia les dio la razón. No se es dominador porque se es burgués, sino que se es burgués para ser dominador. Y si el camino es otro, por ejemplo ser dirigente se lo que sea, se adopta también, se lo confiese o no. Ser dirigente es sensual, permite mayores ingresos, mejores favores sexuales y afectivos. La competencia por ser dirigente es inevitable porque no todos lo pueden ser. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. Poco importa que el dirigente sea altruísta, igual tendrá un status diferenciado y un goce psicológico superior y será objeto de agresión y de traición potencial. Pero el problema más grave es que los altruistas son minoría, Cristos a quienes la sociedad asesina y luego ensalza para calmar su conciencia negando su real naturaleza. La real naturaleza indica que toda función de dirigencia es, a la vez que necesaria, asimétrica. Quizás también aquí la solución pase más por difundir el poder que por eliminarlo.

La propensión al trabajo productivo, el segundo problema, fue resuelto en principio en el socialismo con la natural simpleza del stalinismo, a través del stajanovismo, es decir la emulación forzada de un héroe obrero cooperativo y altruísta. Con el se podía soñar en un mundo de obreros deseosos de producir mucho más allá del monto del salario, a la espera que la sociedad contara como consecuencia con gran cantidad de bienes y se liberara de la escasez. También aquí el resultado es conocido. Más allá de los logros de la URSS no parece que la escasez haya desaparecido, peor aún, por aquello de que no sólo de pan vive el hombre, se generó un exacerbado fetichismo de los bienes de consumo de que no se disponía, que contribuyó a minar la adhesión al sistema. La motivación para el trabajo mancomunado no es de discernimiento fácil. Grandes obras humanas fueron llevadas a cabo con violencia y coerción, como las pirámides de Egipto. En otros casos esto no sirvió y no sirve siquiera para producir alimentos suficientes, como en Corea del Norte. El temor al despido laboral parece explicar mucho, sin embargo no existe casi en Japón donde es reemplazado por una compulsión cultural. Los empleos estatales, que suelen en muchos países ser vitalicios, en pocos casos poseen la productividad virtuosa de Japón. Es más, cuando los economistas de la escuela austríaca denuestan al Estado productor, ocultan que éste compite con una empresa privada que puede utilizar el miedo al escarmiento, sin poder usarlo a su vez.

Lo anterior no indica  que la concreción del trabajo eficiente a la vez que cooperativo y altruista sea imposible, sólo que requiere condiciones que todavía deben ser confirmadas, y que quizás no se ha de presentar en todo momento y para todo fin. Sabemos sí, que el ser humano se ha formado en y responde a un marco evolutivo en el que actitudes altruistas y egoístas conviven, incluso en la misma persona, en pos de objetivos de interés y de gratificación. El altruísmo no deja de ser un objetivo del ego en busca de recompensas, sólo que socialmente más apreciado. A su vez el egoísmo en ocasiones ha sido descripto con algo de razón, como motor de beneficio común como en la famosa metáfora de Adam Smith sobre el interés expresado detrás de la mano invisible del mercado. Pero en estos casos vemos al altruísmo y al egoísmo como fuerzas positivas que pueden ser complementarias. Un altruísta que realiza un buen gobierno puede convivir con muchos egoístas que maximizan la producción para enriquecerse, por ejemplo si lo hacen a costa del propio esfuerzo sin explotación de trabajo ajeno. Quedará por resolver el problema de cómo hacer para que el esfuerzo egoísta no genere una riqueza que luego permita enriquecer, en un momento posterior, a costa del esfuerzo ajeno. Pero la producción abundante es, en principio, socialmente beneficiosa.

El problema del altruismo y el egoísmo se torna más complejo cuando reproduce la escena evolutiva de seres divididos en halcones y palomas actitudinales. Los primeros pueden explotar a los demás y si esto es socialmente reconocido, su actitud se difundirá. Pero al difundirse habrá muchos halcones con lo que el aprovechamiento se tornará más difícil y las palomas actitudinales pueden volverse valoradas y por ende objeto de selección sexual y con mayor éxito reproductivo. Este es el límite  evolutivo al egoísmo en una comunidad animal. Pero en el hombre existen formas sutiles de encubrir el aprovechamiento, de las cuales las relaciones de dominación de clase son uno de los ejemplos pero no el único. Lo que debe resaltarse de esta mayor capacidad humana para encubrir las conductas intrapredatorias, es que la misma sólo es la actitud de los miembros de una clase dominante, en la medida  que estos la pueden ejercer porque su posición dominante les da la posibilidad, o sea que muy probablemente aquellos que hoy son víctimas del predador están a la espera de ocupar su lugar. En consecuencia, sólo el establecimiento de sistemas inteligentes y naturales que hagan perdidosa la actitud predatoria puede disminuir el fenómeno. No es lo mismo decir que el interés de la clase explotada es una sociedad sin explotación, que suponer que los miembros de la clase explotada son en esencia más altruistas.

El altruísmo suele identificarse con la búsqueda de ideales. Sin embargo debiera ponerse atención al tipo de ideales, siendo preferibles aquellos que no requieren creencias no susceptibles de constatación. Además el sostenimiento de ideales puede encubrir un individuo halcón en busca de una posición personal dominante. Es el caso de los militantes que, más avanzada su vida, adhieren a posturas inversas a las de juventud, sin molestarse en justificar el cambio tan rotundo. El autoengaño, con el que este tipo de individuos se pertrecha, es un arma que permite saltar la barrera moral de deber de verdad que la cultura inscribe en el individuo. La fe, entendida no como confianza, sino como creencia acrítica justificada con fines positivos, es una forma de autoengaño, y recibe incluso apoyo de instituciones sectarias.

Si lo anterior lo aplicamos al liderazgo revolucionario y aún al liderazgo en general, podremos intuir algo de las motivaciones de los líderes originalmente altruistas que luego se convierten en dictadores, invirtiendo la ideología u obliterando algún rasgo esencial de la misma en nombre de la necesidad histórica. La concentración de poder crea escenarios proclives a la emergencia de patologías latentes que, una vez liberadas en ese ámbito, son descriptas con variables políticas, cuando en realidad son también psicológicas, aunque poco ha avanzado la ciencia en este aspecto. Por supuesto, la concentración de poder es un hecho de la conducción política de carácter necesario en mayor o menor medida, y las reacciones represivas pueden expresar en ocasiones tensiones sociales inevitables, lo que hace difícil determinar cuando se está frente al caso patológico. Pero es necesario saber que la probabilidad existe más veces de las deseables, y que algún tipo de control contrarrestante debe ser construido en cualquier proyecto político serio si no ha de ser vulnerable desde lo interno. Poco aporta la teoría política a este problema, que sí es descripto de mil maneras por el arte y la literatura, que mucho saben de la naturaleza humana, aunque de manera no sistémica.

Un último problema merece consideración en esta parte, y es el que hace a la capacidad de innovación y creatividad para el desarrollo de la sociedad. Si algo sabemos es que en la especie humana no hay razas más inteligentes. Los germanos eran los marginales del Imperio Romano. Los árabes eran la cultura más refinada en su tiempo de apogeo. El mundo anglo sajón posee hoy una notable preponderancia en ciencia y técnica, pero nada indica que japoneses, chinos e indios no los estén por alcanzar. Nada tiene que ver aquí la naturaleza humana, aunque sí la cultura, pero esta no es inmutable ni eterna.
Sí deben considerarse los factores que hacen que la capacidad de descubrimiento y aplicación del conocimiento se hagan cultura allí donde no están presentes en las formas actuales, dejando en desventaja a su colectividad.

Por fortuna, una evidencia acude a nuestro auxilio. El conocimiento da placer. Tanto que sea burda curiosidad como resolución de enigmas complejos, el ser humano, cualquiera sea éste, es premiado por la Evolución con procesos bioquímicos agradables cuando resuelve problemas. Si además esto es reforzado por la comunidad con congratulaciones, el efecto se refuerza, y esto último en ocasiones está contenido en una cultura y es escaso en otras. Pero si se decide un cambio, aún en estas últimas se encontrará un ser, el humano, con predisposición a la búsqueda.

Señalamos lo anterior porque en la evolución de las sociedades humanas, el hilo conductor ha sido la evolución de las técnicas de producción, aunque como explicamos en su momento, esto no explique toda conducta humana. Y en la competencia actual entre naciones, así como en su status relativo, el dominio de las técnicas que en cada momento son la avanzada del conocimiento, determina casi inexorablemente el éxito o el fracaso. Definitivamente, de mejor manera que la disposición de recursos naturales escasos, cantidad de población u otros indicadores de potencia nacional.

En la competencia entre sistemas, cuando esta se dio entre el capitalismo y el socialismo real soviético, este tema se manifestó con un claro contraste. La  URSS, muy consciente de la necesidad de tomar la delantera técnica o al menos mantenerse al mismo nivel, organizó estatalmente a sus  mejores hombres y mujeres en agencias estatales de notable calidad, con lo que logró llevar la ciencia soviética a primer nivel en muchos campos. Aquí la motivación por el descubrimiento actuaba de manera plena, como suele ocurrir entre los que se dedican con fervor a la investigación. Supieron sobrellevar las ocasionales represiones que les exigían una “ciencia socialista” así como la tentación de las ofertas occidentales para exiliarse en pro de una buena paga. Mientras tanto en los centros del capitalismo la misma cuestión se resolvía en forma similar, también con agencias estatales como la NASA y las Universidades. Pero una diferencia, al principio nimia, vino a hacer la gran diferencia.

El socialismo soviético no logró desplegar el espíritu innovativo en su forma general, es decir allí donde con asiduidad aparece un producto de consumo más eficiente, o más atractivo tanto sea en su forma de producto terminado como en el proceso que le dio origen. La URSS llegaba al espacio y sus deportistas triunfaban. Pero sus automóviles eran costosos, feos e ineficientes y sus empresas no podían competir. Sería un error suponer que esto era resultado de que el socialismo exigía austeridad. Baste considerar como salió de la segunda guerra mundial y sus desastres la industria automotriz europea occidental y la soviética. En el primer caso, pequeños y eficientes automóviles populares que aun hoy son objeto de admiración. En el segundo caso, pesados armatostes para dirigentes. Los héroes soviéticos de la ciencia cumplieron, los  técnicos que debían aplicar esto a la producción en escala, no. Quizás la razón esté a la vista. El héroe cultural tiene una oferta evolutiva clara. El hombre común necesita algo más que pan, y si no se lo dan, se deja estar.

Es en el conocimiento para la productividad, y su premio evolutivo que las sociedades evolucionan y perviven. Productividad que no es igual a la expansión neurótica de la producción y el consumo, pero sí es la puesta en disposición para todos de  la libertad de obtener de manera abundante, con eficiencia en recursos y con menos tiempo de trabajo, los requerimientos de la vida, integralmente considerada. Toda idea de construir una sociedad mejor y más justa deberá proporcionar, además de la difusión de los medios de producción, la difusión del saber como hacer, y la libertad junto con cierta compulsión al hacer socialmente necesario.

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