martes, 30 de abril de 2019

El Comando Tecnológico Peronista en Retrospectiva


Una historia militante alternativa. 1969-1983.
Amable López Martínez
“La historia real no puede recuperarse a menos que entre en una nueva vida con una forma nueva.” Lewis Mumford. La Ciudad en la Historia

Introducción y una mirada rápida


Este trabajo busca sacar a la luz la historia de una de las organizaciones de militantes justicialistas cuyo accionar tuvo vasta trascendencia política y contribuyó al retorno de Perón a la Patria. Este texto fue una iniciativa del compañero Hugo Del Rey, integrante del grupo, por la que trabajó denodadamente hasta el final de su vida. Gracias a su impulso pudimos reconstruir los elementos necesarios para una publicación cuidadosa, y luego de un prolongado proceso concluir la misma. Hugo creía necesario rescatar para la reflexión una de las historias de compromiso que trataron de evitar la tragedia que se consumó en 1976. En lo que sigue, no estando ya él entre nosotros, tratamos de de delinear los fundamentos que nos movieron a procurar concretar su deseo. El presente texto fue terminado con posterioridad a su fallecimiento, por lo cual debemos decir que los elementos controversiales son responsabilidad del firmante en exclusividad, como también que el rescate histórico unánime debe serle reconocido a Hugo. Si afortunadas circunstancias lo permitieran, un libro debería recoger la historia del CTP, con mayor extensión y pluralidad de autores.
El Comando Tecnológico Peronista (CTP) fue una organización política peronista creada a fines de los años 60 en la Argentina, por oficiales del Ejército Argentino y compañeros civiles, con el doble objetivo de contrarrestar la represión luego del Cordobazo y constituir una nueva herramienta de construcción política y organización dentro del Movimiento Peronista. Sus fundadores fueron los oficiales instructores del Colegio Militar de la Nación, Julián Licastro y José Luis Fernández Valoni, quienes junto con Carlos Alfredo Grosso entre los civiles, definían la conducción del nucleamiento reconocida por todos sus integrantes. Los militares, a poco de iniciar sus actividades y proclamas, fueron pasados a retiro obligatorio, no sin que esa corta etapa estuviera repleta de acciones políticas de gran importancia. La emergencia de este grupo se vinculaba al clima político que comenzaba a manifestarse hacia el fin de la Dictadura Militar y el avance de diversas expresiones revolucionarias que cuestionaban el régimen vigente. Particularmente el CTP, como también era llamado, o simplemente el Comando, expresaba un nacionalismo popular, superador de viejos nacionalismos militares de filiación integrista católica.
Muy por el contrario, se adhería al nacionalismo revolucionario latinoamericano que comenzaba a revivir por aquel entonces. Sin pertenencia orgánica a la estructura del grupo, tuvieron notoria influencia en la gestación del mismo, un viejo militante de la Resistencia Peronista como César Marcos y un intelectual como Juan José Hernández Arregui, También fue decisivo en la constitución del grupo por los vínculos sociales y culturales que aportó, el artista plástico jujeño Guadalupe “Michi” Aparicio.
El nombre del grupo, y su referencia a lo tecnológico, respondía a una indicación del Gral. Perón sobre la tarea de acopiar "materia gris" para el inminente regreso al gobierno del Peronismo. Pero además fue el resultado de la necesidad de portar una denominación en alguna medida encubridora, que facilitase el accionar en la semiclandestinidad.
Entre los grupos preexistentes de los que se nutrió el CTP, vale recordar que se fundió en el mismo la mayoría de la Agrupación Peronista 29 de mayo, de la Universidad del Salvador, así como ex integrantes del FEN (Frente Estudiantil Nacional) que dirigía Roberto Grabois, tanto como, con posterioridad, grupos de la Provincia de Buenos Aires cuyo referente era Eneas Riu. Al mismo tiempo se desarrollaba una intensa actividad en el interior de las Fuerzas Armadas, especialmente Ejército, articulando con los numerosos oficiales que se oponían al predominio liberal conservador en las instituciones y a la frecuente interrupción de la Democracia con golpes militares. Muchos de estos oficiales, expulsados del Ejército en el año 1981, fueron luego conocidos como los “treinta y tres orientales” en alusión a su número aproximado. Inicialmente el número de oficiales que se iba a expulsar rondaba los 300 pero la debilidad que ya manifestaba el régimen militar así como las diferencias de criterio impidieron completar la maniobra.
En los primeros tiempos de su accionar el nucleamiento actuó en forma conjunta y coordinada con otras organizaciones como el F.E.N. (Frente Estudiantil Nacional), Guardia de Hierro (Mesa del Trasvasamiento Generacional), Encuadramiento de la Juventud Peronista (“Demetrios”), líderes de la Resintencia como Jorge Rulli, Dardo Cabo y Envar El Kadre, y se mantuvieron contactos con la Juventud Peronista que apoyaba la lucha de Montoneros. Sin embargo, tanto el Comando como el FEN y Guardia de Hierro, luego fusionados estos dos últimos, prefirieron no integrarse en la lucha armada, por cuanto se consideraba que el camino político insurreccional brindaba una salida más posible y menos cruenta y porque ya se intuían diferencias ideológicas con las organizaciones armadas, más allá de todo lo compartido. Sendos encuentros con Perón en Madrid por parte de Licastro y Fernández Valoni, consagraron el reconocimiento de la organización y la definición de su misión ya en conjunción con la conducción estratégica que Perón iba estableciendo desde allí cada vez con más potencia.
En un segundo momento, hacia 1971 el CTP adquiere protagonismo propio, lo que se acelera en del 72 en adelante cuando su acción de prédica y movilización se hace masiva y difundida en todo el país y en todo tipo de instituciones y organizaciones populares. La figura de Licastro adquiere en ese tiempo una fuerte atracción carismática, tanto por su origen militar como por sus características de orador y reproductor del mensaje de Perón. Son antológicos en tal sentido los Análisis de Situación volcados en la Revista Primera Plana, desde ese momento órgano oficioso del peronismo, y los BIP, Boletines de Información Peronista, en la práctica convocatorias a la resistencia civil frente a la Dictadura. Esto adquiría en los actos de Licastro una enorme capacidad de movilización hacia el primer regreso del General, lo que lo convertía en una figura de alta expectación. El despliegue del resto del grupo, principalmente con Fernández Valoni y Grosso, pero también a través de los demás integrantes, completaba la presencia de una organización política de carácter integral de notable impacto.
En paralelo, la acción de otras organizaciones juveniles en particular la acción épica de Montoneros, el protagonismo del Movimiento Obrero peronista y no peronista con sus huelgas generales y movilizaciones, fueron creando un clima de opinión que conducía en forma inexorable al retorno de Perón y a que su conducción política fuese visualizada como indispensable para sacar el país adelante. Claro está, este proceso no estaba exento de asechanzas. Había sectores sociales y militares que padecían como un oprobio dicha unanimidad y no se resignaban.
Como formas primeras de protagonismo institucional, Julián Licastro fue nombrado por Perón representante al Consejo Superior del Movimiento que integraban también Juan Manuel Abal Medina y Rodolfo Galimberti. Este nombramiento coincidió con el desplazamiento de Jorge Daniel Paladino y su reemplazo por Héctor José Cámpora, como Delegado personal de Perón, hecho que coincidió con una radicalización de las declaraciones del General, y su rechazo a los condicionamientos que Lanusse, por entonces Presidente de la Nación, intentaba implementar a través del llamado Gran Acuerdo Nacional (G.A.N.), como última maniobra para detener el deterioro del gobierno militar. Esta conducción del Justicialismo concreta el regreso de Perón a la Argentina, fenómeno que, pareciendo imposible hasta unos pocos años antes, despertaba ahora toda clase de expectativas y las más variadas ensoñaciones revolucionarias.
En 1973, junto con la histórica elección de Cámpora como presidente, Fernández Valoni era postulado y elegido diputado nacional y pasaba a presidir la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados de la Nación, mientras que Carlos Grosso pasaba a dirigir la Dirección Nacional de Educación del Adulto del Ministerio de Educación, desde la que se iniciaría una muy importante campaña de Alfabetización.
Los hechos, bien conocidos, se sucedieron luego con dramatismo y velocidad. En pocos meses el Gobierno de Cámpora era jaqueado por sus enemigos, por sus errores y por sus presuntos aliados. Perón se retira del país, volviendo a Madrid para desde ahí organizar un regreso definitivo que poco a poco se manifestaría como disconformidad por lo actuado por el gobierno camporista. En su segundo regreso se concreta un violento enfrentamiento entre la derecha y la izquierda del peronismo en la jornada del 20 de junio de 1973, en la conocida tragedia de Ezeiza. El 11 de setiembre de dicho año, Chile asiste al trágico golpe militar que derroca y asesina al gobierno de Salvador Allende, que había sido visto como la vía democrática la Socialismo.
Pocos días después, Montoneros asesina a José Ignacio Rucci, aunque no lo reconoce públicamente. Luego del asesinato de Rucci, y planteadas ya disidencias profundas entre Perón y Montoneros, el CTP se alinea más aun con Perón pero evitando ser parte del accionar de grupos de derecha peronista impulsada por el tristemente célebre José López Rega y otros sectores que, en forma simétrica al entrismo de grupos de izquierda castrista, desarrollaban un claro entrismo fascista, pero al servicio de la represión, luego continuada por el “Proceso” del golpe militar del año 1976, ya de corte liberal conservador.
Fue así que, luego de la renuncia de Cámpora y la asunción de Perón, Licastro pasa a ocupar la Secretaría Política de la Secretaría General de la Presidencia de la Nación, a cargo de Vicente Solano Lima, durante el corto mandato presidencial de Perón. Luego es desplazado por Isabel (María Estela Martínez), primero al exterior como diplomático y luego en forma absoluta. Sobre el final del gobierno democrático, ahora a cargo de Isabel por el fallecimiento del General, y ante el evidente deterioro de la situación política y las amenazas golpistas, Licastro es convocado por Ángel Federico Robledo para tratar de constituir una conducción que diera respuesta a la difícil situación, pero no hubo tiempo para actuar organizadamente. Con el golpe militar del 76, Licastro debe exiliarse y Fernández Valoni pasar a la clandestinidad, dado que sus vidas corrían evidente peligro. Carlos Grosso es secuestrado y desaparecido en 1978 pero al cabo de un mes de incertidumbre es liberado. Otros compañeros, como Jorge Cavodeassi, deben exiliarse en forma abrupta. Se comienza a vislumbrar que, de aquí en adelante será posible la recuperación de la Democracia, gracias a la ineptitud de la dictadura militar,  pero de un modo más pragmático y exento de sueños revolucionarios. Serán los tiempos de pensar en graduales evoluciones y el CTP contribuyó de manera silenciosa a la formación de cuadros políticos que luego habrían de ser legisladores, gobernadores y figuras políticas reconocidas. Coincidirán estos nuevos tiempos con la involución en el Mundo de las socialdemocracias y los socialcristianismos regulacionistas. Por tanto, la presión neoliberal se hará harto notoria, configurando democracias que en general administran la decadencia.
La estructura del nucleamiento, a pesar de contar con numerosos cuadros políticos, no era masiva. Esto era así entre otros factores porque trataba de influir en y articular con las realidades afines a lo largo y ancho del país y en las diversas instituciones sociales, políticas, sindicales y en las propias fuerzas armadas, contribuyendo a su evolución política pero respetando su preexistencia y características propias.
Pertenecieron al CTP militantes que posteriormente ocuparon responsabilidades políticas diversas con la recuperación de la Democracia, cuando el grupo no tenía casi existencia orgánica. Además de los mencionados Julián Licastro, José Luis Fernández Valoni, se pueden citar sin ser taxativo los casos de Carlos Alfredo Grosso, José Octavio Bordón, Luis María Macaya, Miguel Saiegh, Jorge Haiek, Ramón Lorenzo, Pablo Lohlé, Mario Krieguer, Inés Botella, Raúl Carignano, Juan Carlos Vidal, Carlos Holubica, Jorge Cavodeassi, Amable López Martínez, Hugo Del Rey, Miguel Ángel Toma, Federico Urioste, Pedro Del Piero, Ricardo Moscato, Roberto Taddía, Aldo Melillo, Eneas Riu,  entre muchos otros cuya enumeración extensiva será desarrollada más adelante.
Hacia el inicio del proceso democrático abierto en 1983, el CTP ingresó en un proceso de dispersión, aunque sus componentes continuaron y aún continúan, en algunos casos, actuando en forma notoria en el Justicialismo, en función de aglutinamientos temporarios según la coyuntura política y sus lugares de inserción en el país. Previamente, entre 1981 y 1982, la mayoría de los integrantes reconocían la conducción de Carlos Grosso lo que implicaba en la práctica una ruptura con Julián Licastro. Licastro estaba imposibilitado de regresar al país, y la distancia aceleró los desencuentros. Lo cierto es que el grupo tenía más espacio político con Grosso, que formaba parte de los políticos soportados por el régimen militar, ya deteriorado luego del desastre económico provocado por la gestión de Martínez de Hoz. En 1982 y 1983 Grosso organiza una nueva estructura, ya independiente del todo del CTP, conocida como Convocatoria Peronista, con la que se inicia el proceso interno conocido como la Renovación Peronista. Muchos de los integrantes del ahora disuelto CTP pasan a la nueva organización.
Esta obra, que se estructurará sobre el desarrollo de una cronología de los hechos en que el CTP participó, apunta a concretar un balance de esa experiencia, sabiendo que al hacerlo es inevitable llevar a cabo otro balance, como es el del dramático período en que se desarrolló la misma. Es esto en todo caso, un aporte más a las revisiones históricas del período que tanto interés despiertan en el presente. Un aporte más, sin pretensiones de juicio definitivo, pero sí con la aspiración de agregar luz a los fenómenos que aún nos influencian con el testimonio de protagonistas de hechos determinantes muchos de los cuales son desconocidos. En particular resulta notorio el escaso tratamiento que se ha dado a la importante presencia de oficiales de las fuerzas armadas que formaban núcleos antigolpistas muy activos, con clara oposición a la tradicional supremacía liberal autoritaria dentro de las Fuerzas Armadas. De este importante tema tratará el apartado sobre el llamado Ejército Nacional.
Hoy, luego de corrido el velo de los populismos neoliberales, descubrimos sin demasiada sorpresa, que no había ningún fin de la Historia, al menos no el que profetizaron los gurúes al servicio de los temporarios ganadores.
El servicio y la militancia de quienes se comprometieron políticamente en aquellos tiempos, con sus aciertos y sus errores, en el CTP y en otros encuadramientos, reflejaba la voluntad de participar de la confrontación entre Evolución/ Revolución por un lado, y la Reacción, violenta, injusta y decadente, por el otro. Como es cada vez más visible, todavía esa es la cuestión, más allá de que al asumirla lo hagamos hoy con nuevas formas. Las acciones posteriores a la disolución de la organización política CTP pertenecen a cada individualidad, aunque en general las más destacadas, tuvieron lugar en el marco del Justicialismo y se desarrollaron en un contexto que, aunque democrático, era dominado por el ataque global a los Estados de Bienestar y la llamada globalización. Fue en alguna medida ese período una desprolija resistencia al neoliberalismo apabullante, en la que a veces había que conformarse sólo con intentar algo útil. Era la década del 90 y con ella el fin del siglo XX. Si alguna vez una década histórica argentina mereció el calificativo de Infame, la del 90 se nos muestra inefable, es decir sin palabra adecuada para describir su negatividad. El albor del siglo XXI mostraría en toda Latinoamérica la catástrofe social y moral que el Neoliberalismo significó en el subcontinente, cuando uno a uno los países se vieron obligados a enfrentar a como diese lugar crisis financieras sin precedentes. Se inicia entonces un período de restauración nacional-popular, con notables éxitos económicos y sociales, pero que no logra transformar acabadamente las estructuras productivas semidesarrolladas. La reacción regresa entonces hacia 2015 con elecciones, golpes parlamentarios, control mediático y en ocasiones con desestabilización siempre aprovechando y magnificando los errores de los gobiernos democráticos. Ese es el tiempo presente que se desarrolla mientras estas líneas se escriben. Un tiempo de “Primaveras”, ahora de derecha, cuyo horizonte de primicias parece ensombrecerse a gran velocidad. Corsi e Ricorsi de nuestras naciones y de nuestros sufridos pueblos.


El Mundo y la Argentina en las décadas de 1960 y principios de los 70
Todos los acontecimientos y actuaciones que tratamos en este trabajo de reseña histórica y evaluación política, se inscribían en un contexto muy especial de la historia de la Humanidad. Sin tener presentes las creencias de aquel tiempo, se erraría severamente al juzgar los hechos. En esos años se veía no sólo posible sino inminente, la superación del Capitalismo como forma privilegiada de organizar la producción y hegemonizar la sociedad política. Es abrumadora la coincidencia de hechos que se agolparon en tan breve lapso, convocando a la acción política transformadora. Los resultados por cierto no fueron los esperados, casi en ninguna de las geografías conmovidas y movilizadas, lo cual será motivo de nuestra reflexión en particular sobre el final de estas líneas.
La Unión Soviética emergía de la Segunda Guerra Mundial como una potencia de primer orden, en primer lugar en el terreno militar y del espacio, pero también en la ciencia y en la cultura. Su misma definición como Estado y Sociedad contenía el mandato de superar al Capitalismo, y no puede negarse que tal mandato intentó ser cumplido con convicción, más allá de la opinión que se tenga sobre las desviaciones y frustraciones que habrían de conducir, mucho después, a su desintegración. Era la soviética una de las propuestas anticapitalistas, la más efectiva y potente. La circunstancia de que su particular sistema de organización, a saber, la propiedad estatal generalizada de medios de producción con Partido Único, fuera cuestionable ya en aquellos tiempos, no inhibía reconocer el apoyo que había significado para la lucha anticolonialista.
China, había realizado una revolución comunista en 1949, pero ahora, en los tiempos que nos ocupan, emergía como otro punto de convergencia hacia la superación del viejo sistema clasista. Esto era así por la importancia de su Revolución, que por cierto involucraba a una cuarta parte de la Humanidad por una mera cuestión numérica, pero también porque la prédica de su fundador, Mao Ze Dong, parecía conducir con éxito probado a la concreción de un Socialismo más integral que el soviético, a través de la Revolución Cultural, que pretendía nada menos que superar la división entre el trabajo manual y el intelectual y crear un “hombre nuevo” con auténtica conciencia cooperativa y socialista. Sabemos hoy del fracaso de aquella experiencia, así como del desastre previo del Gran Salto Adelante, pero no se lo sabía en aquel entonces, aunque se leyese la prensa de derecha. La potencia del fenómeno chino era tal, que sus dificultades fueron advertidas por pocos. La Revolución China habría de mostrar luego su vigencia pero no por los méritos colectivistas que se le concedían a la distancia, sino justamente por las reformas adoptadas luego de finalizar las trágicas experiencias sociales de su fundador, con la reforma emprendida a partir de 1978. Como hecho que hoy puede parecer incluso curioso, el culto a los valores de la pobreza en China, fue inspiración para ciertas nociones de pobreza “evangélica” en organizaciones católicas, que creyeron ver en el surgimiento del Hombre Nuevo no burgués, un hombre más plenamente cristiano. Sin duda alguna, todo era mucho más complejo y el tiempo lo demostraría.
Paralelamente, el mundo asistía al fin del Colonialismo y a la lucha creciente contra lo que se denominaba Imperialismo. Éste no era ya el que en el siglo XIX diera origen a la ocupación colonial europea y estadounidense, pero se percibía, o más bien suponía, que la presencia dominante de las Multinacionales era su continuidad lógica. Esta actitud no estaba exenta de contradicciones, aun entre los intelectuales marxistas, dado que el capital externo era visto como fuente de modernización o como instrumento de dominación, según relatos no siempre coherentes, quizás porque convivían experiencias de los dos tipos. Lo concreto es que aquel tiempo se caracterizó por un proceso imparable de nacionalizaciones de grandes empresas extranjeras en todo el llamado por entonces Tercer Mundo y también en los centros desarrollados de Europa Occidental. En algunos casos se buscaba recuperar el control de recursos “estratégicos”, en otros se trataba de crear un centro nuclear de economía estatal para consolidar al menos una economía mixta modernizada. Las nacionalizaciones de empresas claves en Europa eran percibidas como una necesidad tan evidente que las ejecutaban gobiernos de centro derecha “serios” como el del General De Gaulle o izquierdas mesuradas como el Laborismo Británico. El Estado del Bienestar y las Nacionalizaciones eran la respuesta al modelo comunista, razón por la cual algunos intelectuales consideraban a estos instrumentos como reformismo. El Peronismo era visto entonces por estos intelectuales también como un reformismo. Otros en cambio, entre los que se encontraban los miembros del Comando lo veían como una fuerza revolucionaria genuina, por cuanto ya dudaban que la revolución marxista-leninista fuera el único camino. El tiempo demostraría que ni siquiera era uno de los caminos trascendentes.
Ese proceso de descolonización producía como efecto secundario una creciente influencia de la Unión Soviética en todo el Tercer Mundo, dado que los países que lograban independizarse e imponer gobiernos modernizadores, esperaban contar con el apoyo de la potencia alternativa del mundo bipolar. No fue ajeno a esa percepción Perón, cuando designa a José Ber Gelbard al frente del Ministerio de Economía. Como sabemos, este apoyo soviético existió en muchos lugares, pero no fue la panacea que se esperaba. La tecnología soviética no estuvo disponible en la magnitud en que se presumía, ni tenía la calidad y capacidad suficiente como para permitir una plena sustitución del paradigma productivo occidental dominante. Pero sobre todo tenía poco poder de mercado. También esto fue comprendido sólo más adelante. La Unión Soviética parecía haber superado la Dependencia por cuanto era capaz de desarrollar cualquier producto y cualquier tecnología. Pero una falla oculta, quizás originada en su sistema político y de propiedad, amenazaba con el estancamiento. Sus procesos de producción parecen no haber sido adecuados para emular al Occidente desarrollado, hecho que aun padece la Rusia actual, pese a su capacidad científico-técnica de primer nivel y al hecho de haber abrazado el capitalismo.
En el ámbito latinoamericano, Cuba había terminado con décadas de gobiernos corruptos a través de su Revolución, encabezada por Fidel Castro y otros líderes guerrilleros entre los que destacaba la figura del argentino Ernesto Guevara, el Che, quien habría de resultar con posterioridad un mito y referencia universal. La radicalización de la revolución cubana hizo que ésta fuese a su vez un foco emisor de impulsos revolucionarios, a veces directos a través de la Inteligencia cubana, otros por simple inspiración. La actitud heroica de la lucha guerrillera, habría de ser el galvanizador de numerosas insurgencias, donde en todos los casos se vislumbraba una superación de la política considerada convencional o “burguesa”. La muerte de Guevara, luego de ser capturado en su intento guerrillero en Bolivia, habría de conmover bien pronto a gran parte de la juventud llevándola a levantar sus banderas y seguir su camino.
En Europa, el mayo francés del 68 habría de producir un fenómeno efímero pero aun así trascendente. Recuperando la nunca olvidada mística de la Revolución Francesa, los estudiantes parisinos produjeron una verdadera insurrección acompañada por los obreros por algún tiempo, y que pareció revivir el espíritu de la Comuna de París y de la misma Revolución Francesa. El capitalismo parecía amenazado en uno de sus centros y por un tiempo gran parte de Francia creyó reconstituidos los viejos lazos comunitarios y la fraternidad del Pueblo de la Comuna de París. Los diarios del mundo no hablaban de otra cosa y la toma del poder por una extraña pero radical izquierda estudiantil, parecía probable a través de una insurrección sin sangre. Con ese curioso devenir que presentan en ocasiones los grandes fenómenos políticos, nada quedó del Mayo del 68 como no fuera la reconversión de alguno de los líderes en dirigentes bastante convencionales. Esto más bien nos muestra que el proceso era superior a la conciencia que del mismo se tenía. El mayo del 68, pocos lo dudan, fue a la vez un hecho trascendente y todo lo contrario, si se nos permite la contradicción. Un hecho de masas de magnitud, la manifestación de un espíritu comunitario en la conciencia de millones, pero a la vez la total incapacidad de procesarlo como proyecto real. Sin embargo, su oleaje avanzó por todas partes, trayendo el mensaje de los “filósofos”, ahora no ya Rousseau o Voltaire, sino esta vez Sartre y Camus. Al mismo tiempo, otro histórico 68 se saldaba con sangre y represión, cuando centenas de estudiantes y decenas de militares eran asesinados por sus propios servicios de inteligencia, en la trágica plaza de Tlatelolco de México, preanunciando quizás la posterior masacre de la plaza de Tiananmen del 89.
Tales fenómenos fácticos encontraban además su convalidación incluso en organismos de las Naciones Unidas como la Comisión Económica para América Latina, que con un reconvertido Raul Prebisch, ahora anticonsevador, describía a Latinoamérica como un subcontinente subdesarrollado en razón de una dependencia económica en relación al Centro del sistema capitalista. Con un neomarxismo contrario en gran medida a las tesis del propio Marx, el capitalismo aparecía como subdesarrollante de su Periferia, o sea de nuestros países y comunidades. A esta tesis adherirían incluso presidentes latinoamericanos liberales o conservadores, convencidos de que un mayor flujo de ingresos por el mejor valor de las exportaciones latinoamericanas y una profundización de la sustitución de importaciones, traería el progreso. La realidad se mostró esquiva con esta concepción y hacia la segunda mitad de la década del 70 ya comenzó a manifestarse un paradigma opuesto, el Neoliberalismo. Pero hasta ese momento, era inimaginable sostener políticas donde el Estado no cumpliera un rol de promotor del Desarrollo. Las revoluciones, en definitiva, prometían hacerlo más velozmente y con más profundidad. La lucha era Revolución o Reforma. La contrarrevolución tenía mala prensa. Hasta los derechistas sensibles se hacían revolucionarios o reformistas y esto no debe olvidarse al realizar juicios sobre lo actuado y vivido en aquellos tiempos. Ante los actores políticos se mostraba un escenario donde como mínimo había que luchar porque nuestros países tuvieran el Estado de Bienestar escandinavo. Los más radicales, como dijimos no sólo marxistas sino que a veces también cristianos, buscaban algo más. Un conservador decente debía ser un conservador popular, quien no, era un reaccionario que se oponía incluso a las encíclicas papales. Era quizás un estado de conciencia intelectual propio de aquel tiempo. Las dificultades y complejidades solían soslayarse o minimizarse. El optimismo era una fuerza movilizadora de la vida, pero no siempre ayudaba a pensar con frialdad y por sobre todo, con profundidad. Aun no comprendíamos la enorme fuerza destructiva que habría de tener la mutación producida en el Centro del Sistema Capitalista, con la clausura de la llamada Edad de Oro del Capitalismo y su suplantación por el renacimiento de la ortodoxia de derecha, con el Neoliberalismo.
Por si todo esto no fuera suficiente como para redondear un panorama de amplia movilización revolucionaria, que por mucho excedía los procesos de corte marxista-leninista, se debe recordar que la Iglesia Católica vivía un proceso de radicalización en su pensamiento social que impulsó a sectores muy activos de sus bases, clero, y también parte de la jerarquía, a una cruzada sorprendentemente socializante, a contramano de su hasta entonces tradicional anticomunismo. Eran los tiempos del Concilio Vaticano II. Movidos por su vocación de servicio social y una mística poderosa, numerosos sacerdotes entre los que se contaban los más brillantes y comprometidos, desplegaron un proceso de convergencia entre la militancia política progresista y la nueva visión religiosa, que por un tiempo habría de eclipsar a los sectores más conservadores de la Jerarquía, que se replegaron a la espera de la reacción militar. Este fenómeno derivó en la inclusión de un componente cristiano de izquierda en los movimientos populares latinoamericanos, que enriqueció las formas de reclutamiento que hasta ese entonces se habían conocido, generalmente derivadas de alguna formación marxista, aunque no siempre pro soviética. Este fenómeno de radicalización de jóvenes católicos no sólo fue extenso sino también de gran velocidad. Era frecuente encontrar un compañero de formación católica, hasta pocos años antes “reaccionario”, convertido en trotskista, maoísta, peronista de izquierda o alguna otra variante del amplio pero convergente menú que se gestaba.
El Peronismo, mientras tanto, era por lo menos un movimiento popular aún vivo en la conciencia de los trabajadores argentinos y en la actitud de conservación y cultivo como mito organizador, que muchos intelectuales habían desarrollado en los años de proscripción. Desplazado del poder de la forma más artera y violenta, pareció por un breve lapso ser cosa del pasado. Sin embargo, el movimiento obrero organizado por el propio Justicialismo, mantuvo lo esencial de sus estructuras y, con claroscuros de colaboracionismo y lucha, era un componente innegable de la política argentina. Lo era y lo es porque instala la puja distributiva por el excedente económico en un nivel de confrontación con la que el neoliberalismo no sabe lidiar sin violencia. Los partidos políticos beneficiarios de la proscripción del Justicialismo no lograban ocupar su lugar ni la Dictadura de la autodenominada Revolución Libertadora era capaz de crear un sistema político superador.
 Mientras el Peronismo aparecía como un hecho político caricaturizado por la cultura oficial, era en realidad la mayoría silenciosa entre la clase trabajadora y los segmentos sociales más humildes. Pero no hay que confundir este hecho innegable con una fácil presencia del Justicialismo. Amplios sectores medios lo veían como un capítulo del pasado e incluso con desprecio. Para estos sectores, si alguna revolución habría de sobrevenir esta sería alguna forma de Socialismo, aunque sin que esto pareciese inmediato. Sin embargo, la misma fuerza subterránea que había sorprendido a la Historia con el 17 de Octubre del 45, habría de renacer desplazando esta negación del Peronismo. Esta vez los intelectuales progresistas no cometerían el mismo error que en los años fundacionales del Justicialismo, aunque quizás algunos de ellos cometieran luego otro tipo de errores.
El auge del Justicialismo no fue una simple puesta en presencia de una mayoría proscripta. Fue también una tarea de cultivo y enaltecimiento llevada a cabo por militantes políticos que luchaban, al principio, en un claro aislamiento social. La izquierda socialista y comunista los ignoraba y sólo se mantenían en razón de una Fe muy sentida pero también muy razonada. Expresaban la conciencia de que el Justicialismo había sido una etapa aun no concluida de una revolución que abarcaba la cuestión social y la cuestión nacional, y que podía ser el continente adecuado de una revolución que no tenía porque ser marxista leninista para ser vigorosa. Los programas aprobados por el Movimiento Obrero y conocidos como de Huerta Grande y La Falda, habían impulsado lineamientos políticos que iban mucho más allá de la reivindicación salarial y laboral, y que estatuían un proyecto nacional-popular de carácter transformador en lo social. Era esto una respuesta no sólo a los gobiernos proscriptivos, sino también una advertencia hacia los dirigentes que buscaban el “participacionismo” como prioridad. El participacionismo, tanto sindical como político de distintos dirigentes justicialistas, podía ser considerado según la óptica adoptada, colaboracionismo o táctica de protección de las organizaciones. Esta segunda visión fue en general la de Perón.
Unos pocos pero muy profundos trabajos intelectuales comenzaron a horadar el falso sentido común vigente, tanto en la derecha como en la izquierda. La Historia Argentina habría de ser comprendida por estos intelectuales como un proceso de lucha de clases quizás, o de confrontación de intereses nacionales con el Imperialismo, según el caso, pero introduciendo los segundos un elemento de comprensión de las particularidades nacionales y los primeros una comprensión de la fuerza potencial de los trabajadores en orden a lograr la emancipación nacional y social de un país cuyo proyecto se percibía como inconcluso.
Izquierda Nacional y Nacionalismo de Izquierda comenzaron a confluir con esa velocidad propia de los fenómenos volcánicos, que sólo es percibida en toda su magnitud cuando se manifiesta como explosión o erupción. Ambos sumaron sus aportes, en general históricos y sociológicos, a todo lo mucho que Juan Perón había escrito desde lo político. De pronto, además, los intelectuales “depuestos” en el golpe cruento del 55, comenzaban en muchos casos a constituirse en las nuevas figuras rutilantes del pensamiento filosófico nacional. Esto es muy sabido y conocido por quienes abrevaron en tales fuentes, pero es necesario describir la intensidad de aquel fenómeno para las generaciones más recientes, que bien podrían suponer que dicho pensamiento nacional-popular estuvo siempre presente. En realidad, del 55 al 69 hubo también un pensamiento “depuesto” y en gran medida dado por muerto.
No sería correcto ignorar que, contradictoria como es la realidad, presentaba sombras y dudas. Aquellos intelectuales y militares, los Jauretche, Scalabrini, Guardo, Hernández Arregui, Mercante, Discépolo, Manzi, Hugo del Carril, Carrillo, Sampay, Astrada y muchos otros, no habían sido bien tratados por el último peronismo y aun en ocasiones por el peronismo de los primeros años. Y este destrato había tenido un común denominador: la inorganicidad del movimiento peronista, con la excepción relativa del sindicalismo, en todo lo que tuviera que ver con la formación de cuadros medios de articulación entre Perón y “su pueblo”. Su lugar lo habían ocupado figuras no siempre tranquilizantes que contribuyeron sin duda a la acumulación de excusas antiperonistas. Su ausencia de los lugares de prédica y poder, alienó y alejó innecesariamente a enormes sectores medios e intelectuales. Pero estos intelectuales y militantes, los desplazados, eran tan leales al proyecto nacional y popular, que sólo respondieron con el silencio cuando fueron apartados. No aceptaron, a diferencia de otros, sumar sus voces a las de la reacción irracional y cuasi racista que el peronismo despertaba en las clases acomodadas y en ciertas capas medias que, confundidas, se identificaban en parte en su imaginario aspiracional con las clases altas, sin comprender que en estas hay lugar para pocos. Sin embargo, el silencio leal de estos hombres y su silenciamiento posterior fue también un vacío que la reacción habría de utilizar con eficacia notable. El triunfo de los Apold, Ivanisevich, Mendez San Martín, Aloé sobre los Jauretche y Mercante, no ajeno a las peculiaridades de Perón para elegir sus colaboradores, explicaría gran parte de la derrota del 55. Ahora, quince años después, esos hombres y mujeres volvían inquebrantados a explicar un proyecto de país superador que fue tomado con entusiasmo y con justa razón por lo mejor de la juventud argentina. No había en este proyecto extremismos, aunque hubiera lucha y profundidad de proyecto. El proceso que se habría de iniciar podía ser revolucionario y a la vez humanista. Esos eran los limpios antecedentes y contenidos de quienes servían como referentes para las nuevas generaciones militantes. Por eso hoy están ellos en la Historia y no los otros.
Al mismo tiempo en aquel devenir, el Revisionismo Histórico, de origen patricio antiliberal, se acercaba al movimiento popular, transformándose en dicho tránsito en una visión más científica de crítica a la articulación subdesarrollante con el mundo desarrollado que proponían los beneficiarios del establishment conservador. De pronto los viejos nacionalistas antiperonistas católicos comprendían, unos por oportunismo, otros por convicción, que el Peronismo era un contenedor muy potente de sus ideas antiliberales, mucho más que sus vetustos partidos más o menos fascistoides. José María Rosa avanzaría una visión de la historia argentina que, aunque discutible, colocaba a los viejos caudillos del Interior siglo XIX y a Juan Manuel de Rozas como los nuevos próceres. Se iniciaba la iconoclasia del panteón mitrista. Raul Sacalabrini Ortiz desmitificaba y debilitaba el mito de la construcción conservadora de la generación del 80. Arturo Jauretche hacía lo propio, aportando en su caso una revalorización del radicalismo, al menos en su vertiente alemnista e irigoyenista, como etapa progresiva, luego superada por el peronismo junto a la denuncia de la Década Infame del fraude “patriótico”. El reconocimiento final de la obra literaria de Leopoldo Marechal, aportaría una puerta nueva por la que entrarían otros olvidados y proscriptos culturales.
En paralelo, los marxistas desencantados con la política armonicista del Partido Comunista, formaron diversos nucleamientos que en muchos casos no eran más que sectas políticas, pero en otros casos eran fértiles agrupaciones formadoras de cuadros militantes. Unos y otros encontraron su confirmación en el éxito de la Revolución Cubana. Esta conmovió a todas las formaciones marxistas de muchas maneras, pero esencialmente los acercó a la idiosincracia latinoamericana, haciendo ahora una reelectura de sus muchas y frustradas rebeliones populares. La evidencia de la Revolución Cubana rompía bruscamente con la teoría de las “condiciones objetivas” que obligaba a esperar el mesías revolucionario en algún punto del futuro, que el Partido Comunista de la Unión Soviética definiría en su momento. Rompía también con la visión poco menos que idiota, que describía a las numerosas experiencias políticas progresista de América Latina como formas del atraso que distraían de la espera del capitalismo avanzado que, por supuesto, daría lugar al socialismo, una vez que maduraran sus contradicciones. El marxismo de manual stalinista se desintegró bruscamente, pues casi todo el mundo subdesarrollado asistía a procesos revolucionarios, como si un proletariado de naciones hubiese ocupado el rol que el proletariado mundial, y en particular el del mundo desarrollado se negaba a asumir. Fue así que cobró relevancia el pensamiento de Rodolfo Puigross, Jorge Abelardo Ramos, el ya citado Juan José Hernández Arregui, para mencionar sólo a los más nítidos críticos de la cultura política oficial y los dictámenes de Moscú. Sabemos hoy que en gran medida la actitud del marxismo oficial obedecía a las prevenciones geopolíticas de la Unión Soviética en su fase stalinista, de la que apenas emergía, y en razón de las cuales no se debía molestar demasiado al Imperialismo estadounidense en su esfera de influencia, para así proteger y consolidar la construcción socialista rusa. Latinoamérica tuvo revolucionarios con pensamiento marxista-leninista pero no eran estos una gestación de la Unión Soviética como pretendía el Senador McCarthy. Por lo demás muchos de dichos procesos antiestadounidenses fueron nítidamente nacional-populares, como en los casos de Bolivia, Guatemala, Nicaragua, Colombia, República Dominicana, Cuba y México. Si se radicalizaron y se vinculaban al marxismo, esto fue en gran medida resultado de las invasiones norteamericanas y los golpes de estado sangrientos que frustraron estos procesos por la injerencia del país del Norte. La radicalización parecía a muchos como la forma más segura de evitar los contragolpes reaccionarios. Este impulso a la radicalización podía ser hecho de buena fe. Sin embargo encerraba en muchos casos una condena a priori del potencial de las revoluciones nacional populares y su caracterización como reformismos o como etapa a superar, no hacía más que debilitarlas.
Quedaban entonces en escena dos proyectos políticos dentro del campo popular y no existía una sincera exposición de los mismos y sus diferencias. El proyecto de Concertación con amplio apoyo social era visto por algunos como una concesión al Reformismo, en el mejor de los casos una simple etapa de transición hacia la Revolución. La tragedia habría de manifestarse en todo su delirio, cuando estas presiones hacia la “revolución” contribuirían en muchos casos a materializar la desestabilización promovida por la Central de Inteligencia Americana. Fue el caso del Chile de Salvador Allende, donde el marxismo no era sinónimo de totalitarismo o partido único, pero aun así molestaba.
Con todo, la subversión derechista de los procesos populares tampoco desaparecía con hábiles negociaciones y prudentes políticas reformistas. Poco le importaba a la Reacción que gran parte del proceso revolucionario estuviese “nacionalizado”, es decir diferenciado de la rigidez de las formas soviéticas y de la idea del partido único. La reacción odiaba a Fidel Castro pero había odiado antes también a Perón, a Ibáñez del Campo, a Siles Suazo, a Gaitán, a Arbenz, a Sandino, A Martí, a Farabundo, a Vargas. Esta Subversión derechista era un arma de guerra geopolítica apoyada en grupos de interés de Estados Unidos y otras potencias occidentales. El marxismo constituía la mejor excusa para el derribo democrático y la desestabilización, pero no era la única. En algunos países la derecha golpeó aprovechando el desorden que surgía de la lucha interna en los movimientos populares. Pero en otros casos en que hubo coherencia, los argumentos fueron otros y nada impidió, años después, el derribo de la democracia, llevado a cabo con amplios pero ilegítimos consensos de algunos sectores civiles y su brazo armado militar. Se creaba la anarquía y luego se tomaba el poder para combatirla.
Pero por sobre los matices políticos diversos y las contradicciones de las fuentes ideológicas señaladas, se destacaba la emergencia de una Juventud Política que entregaba sus mejores hombres y mujeres a un proyecto de evolución social en el que se creía con vigor. El compromiso político de esa juventud, se materializaba en su desplazamiento generoso y maduro hacia las fábricas, gremios y barriadas humildes, en una épica de organización popular que pareciera difícil-aunque no imposible-repetir.
Los años del 69 al 73 fueron años de fructificación de una superior conciencia nacional. Desde todas las extracciones ideológicas, salvo los reaccionarios puros e irredimibles, parecíase converger hacia un común denominador nacional-popular. Era la hegemonía popular y humanista que de algún modo había deseado Gramsci, más allá de que en el gran intelectual político italiano todavía estuviese el marxismo en el centro del pensamiento guía. El resurgimiento del Peronismo, parecía venir bien a todos, y en efecto así pudo haber sido. Era un peronismo que no mostraba ya las facetas autoritarias de sus años finales en el período anterior, motivadas por una oposición criminal y por los arribistas internos, y que por lo demás se debe señalar enfáticamente, se habían diluido ya el año anterior a la Libertadora. Era un peronismo de los 70, uno que había evolucionado sobre sí mismo, a la vez nacionalista popular, socialcristiano, posmarxista, neodesarrollista, políticamente liberal. Venía a cumplir aspiraciones, y no a destruir. Todos podían incorporarse y aun así no se proponía un totalitarismo. El frente social que estaba dispuesto a apoyar el proceso iba más allá de 49,5% de los votos de Cámpora y del 63% de Perón. Además, se respiraba en lo mejor del Pueblo, es decir aquella parte de la Sociedad que se constituye en Comunidad, movilizado y esperanzado, no sólo un aire de reconstrucción, sino también de regeneración ética.
Por primera vez las clases medias, los artistas, los universitarios, los científicos, aparecían “nacionalizados”, es decir dando la espalda al proyecto de colonia próspera solo para algunos y represión para muchos, esperanzados en la idea de una sociedad inclusiva y por fin, desarrollada. Pero esa magnífica unanimidad tenía un problema no resuelto, que apenas se hablaba pero que habría de ser la causa endógena de la posterior frustración. La causa exógena y suficiente sería el Imperialismo, digámoslo sin pudor porque hoy lo sabemos a ciencia cierta. Pero la causa endógena del desmoronamiento fue la lucha interna. Dos proyectos confrontaban en definitiva a lo interno del Peronismo y a lo interno de toda la política argentina.
Unos creían que el poder popular se aseguraba en definitiva, con un ejército Popular y la evolución al Socialismo. Otros creían que el poder se mantendría en razón de las virtudes de una gestión “escandinava”. En ambos bandos se subestimó a la Reacción, el problema exógeno, que habría de barrer a todos.
Los actores más nefastos prevalecieron en la lucha contra la presión de la izquierda peronista, para lo que se recurrió a una ultraderecha rancia y violenta, compuesta por una oprobiosa conjunción de horribles buscavidas. Cuando los delirios de la izquierda se manifestaron, estos represores vocacionales se encontraron con un terreno fácil de copar y sus actores pudieron avanzar sin resistencia, aspirando en realidad a ser socios del golpe que se insinuaba. La lucha interna mostraba la estupidez siniestra de sus gestores.
Aquellas mismas clases medias que se habían entusiasmado con el advenimiento revolucionario, consintieron el golpe militar en el 76 y lo celebraron en el Mundial del 78. Todo pareció destruido tan rápidamente como fue construido. El tiempo enseñaría luego que no era tan así, quizás en razón de que las realidades objetivas y estructurales no habían cambiado. Así pasa con las ideas políticas cuando, al menos para cierto tipo de sujeto político, aparecen y desaparecen como meras sensaciones, percepciones, olfato, intuición, es decir un conjunto de categorías que sólo tratan de justificar la opción del mal pragmatismo, el oportunista.
Pocos años después del triunfo popular de 1972 (regreso de Perón) y 1973 (elecciones) todo este Resurgimiento Nacional y Social se vería desmoronado trágicamente. Pero sería apresurado y equivocado a su vez, creer que los planteos de aquellos tiempos eran todos erróneos. Más bien eran incompletos, y la reacción política y militar, cuando aplastó aquellas primaveras, no trajo ninguna solución como está bien a la vista. Con ideas también simplificadas pero funcionales a intereses bien concretos y cuestionables, la reacción que habría de sobrevenir, en Argentina y toda Latinoamérica, no tuvo siquiera la voluntad modernizadora de algunas derechas asiáticas, salvo quizás en cierta medida en el caso de Brasil. Sólo regresaron a viejas articulaciones, llevando sus sociedades en muchos casos a situaciones peores que al inicio de los procesos revolucionarios desestabilizados y caotizados. Con un extremismo que estuvo acompañado por otro clima ideológico de moda, el ultraliberalismo económico, se desarmaron incluso los consensos económicos y sociales que habían sido respetados por anteriores procesos dictatoriales. El mundo asistía a la revancha de un capitalismo antikeynesiano y nuestras latitudes no fueron ajenas a tal proceso. En el caso particular de Argentina, fuimos incluso modelo de ingeniería social destructiva, no sólo en el golpe militar de 1976 sino también durante los gobiernos democráticos posteriores que tuvieron poco margen de maniobra independiente.
Seamos claros, sin despertar al demonio. Si el gobierno militar que vino a aprovechar la anarquía primero para después imponer un cierto orden imponiendo una brutal represión, hubiera tenido otro proyecto socioeconómico más desarrollista e inclusivo, su final no sería el que fue.
 Si a esto sumamos la historia más reciente, podemos enfocar tres etapas de un drama que aun se despliega y en las tres etapas los cuadros políticos del Comando y de otras agrupaciones, estuvieron presentes.
Se participó primero en el sueño de Revolución nacional, popular y antiimperialista que desde el Justicialismo unió a la enorme mayoría de los argentinos, incluso quienes tenían otras opciones políticas progresistas, cada uno desde su identidad previa.
Una lucha interna insensata, fatídica frente a las asechanzas externas, es lo que hoy muestra como difícilmente recuperable aquel período. Pero no es esto así si, superados ya los delirios neoliberales, comprendemos que los objetivos programáticos de aquellos tiempos siguen pendientes de plasmación y son demanda permanente de la comunidad nacional. La caída del Muro de Berlín y el estancamiento de los procesos socialistas marxista-leninistas ha hecho comprender a muchos de quienes analizaban la realidad con esas categorías, que el proyecto nacional-popular tiene plena vigencia y no era ningún reformismo. Categorías tales como burguesía y populismo merecen ser revisados y precisados, si no se quiere caer en la charlatanería de algunos periodistas económicos de izquierda, centro y derecha que abusan de la polisemia para ocultar su ignorancia.
El comando participó luego en un segundo momento en la lucha por el retorno de la Democracia ocurrido en 1983. Las legislaturas y gobernaciones volvieron a mostrar a aquellos militantes y unos años después de logrado ese objetivo, se dio un nuevo gobierno justicialista, muy controvertido por cierto, en el que cada uno ocupó el lugar que las nuevas formas y estilos políticos permitían.
En un tercer momento, y a raíz de la quiebra estrepitosa del paradigma neoliberal en que había culminado el gobierno de Carlos Menem y Domingo Cavallo, pero que acontece durante el desabrido, inconducente pero violento gobierno de Fernando de la Rua, el Justicialismo ingresa en 2001en una nueva etapa, donde, por cierto sin mediar autocrítica institucional alguna por su complicidad con el fracaso, debe sin embargo hacerse cargo de la situación de crisis, por supuesto ya con nuevas soluciones. Este último proceso, diferenciado en dos etapas, una corta, a cargo de Eduardo Duhalde y otra que dura casi hasta el presente a cargo de Nestor Kirchner y Cristina Fernández, aportaría por fin una cierta estabilidad y desarrollo inclusivo aunque sin cumplir los anhelos más profundos de desarrollo y superación de la pobreza.
 El Justicialismo aparece así superpuesto con la casi total realidad política argentina. Esto es signo de fortaleza, porque nadie más hasta el momento ha sido capaz de gestionar duraderamente el Estado reciente, pero también puede ser un síntoma de excesiva amplitud programática, que conspira contra su identidad. No es éste un fenómeno exclusivo del Justicialismo, dado que tanto en la Argentina como en el Mundo las identidades políticas tienen poco que ver con la identidad programática. No es válido criticar al Justicialismo por esta laxitud, cuando nadie puede arrojar la primera piedra. Piénsese sino en el desvanecimiento del significado de la socialdemocracia en todas partes, salvo en Escandinavia y norte de Europa. Pero tampoco parece auspicioso hacer el elogio del relativismo político en nombre del movimiento político revolucionario que fundó Juan Perón, como hacen algunas figuras hoy, llegando a negar en los hechos, el núcleo mínimo pero esencial de la programática social y económica del Justicialismo.
Es un raro obsequio de los dioses que a una generación política se le brinde la oportunidad de figurar de manera relevante en tres etapas tan diferenciadas. Esa generación es tributaria entonces de los dones recibidos y debe dar cuenta de lo actuado, para servir al futuro, al menos con su testimonio libre ahora de especulaciones tácticas.
Esto también significa, y es nuestro objetivo, que los hechos que vamos a analizar arrojen luz sobre el futuro en el que otras generaciones más jóvenes se verán conminadas a construir nuestra comunidad nacional.

El Regreso de Perón. El Justicialismo en el Gobierno. Perón, Gelbard, Rucci y la acción del CTP.
Muchas fueron las fuerzas vitales que emergieron, aceleradamente desde 1969, permitiendo el regreso de Perón y la vuelta de la Democracia en 1973. Dos fuerzas, bien utilizadas por Perón para acorralar a un adversario tenaz y finalmente vencerlo, fueron los factores decisivos. Paradójicamente habrían de enfrentarse con consecuencias mortales para ambas fuerzas y para el conjunto del movimiento popular.
Por un lado y en primer lugar, un intransigente dirigente gremial, José Ignacio Rucci, que con gran habilidad logró superar múltiples traiciones y al hacerlo, colocó a un instrumento puramente gremial como la Confederación General del Trabajo, al servicio de una auténtica insurgencia política. Los permanentes paros generales de la CGT daban lugar a verdaderas huelgas revolucionarias que hacían insostenible la situación de la Dictadura.
Por otra parte, juventudes políticas de diversos orígenes habrían de confluir en un rápido proceso de peronización y por ende de nacionalización ideológica, lo que daría inicio a insurrecciones populares como el Cordobazo y actos de guerrilla urbana contra la Dictadura, en progresión creciente y en una magnitud que superaba largamente todos los antecedentes conocidos en las rebeliones populares en la Argentina. Dentro de estas juventudes políticas destacaban por su número y la resonancia de sus acciones los Montoneros y sus organizaciones de superficie afines y subordinadas, pero también asomaba, sin referencia con el peronismo, el accionar del PRT/ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores/Ejército Revolucionario del Pueblo), una de las tantas escisiones marxistas trotskystas, pero que habría de superar los límites sectarios en base a la lucha armada. Toda esta sumatoria de acciones y su notorio crescendo, imposibilitaron la estabilización de cualquier propuesta condicionante por parte de la Dictadura. Digamos de paso que la Dictadura cometió el error de querer jugar con cartas marcadas frente a Perón, que iba aglutinando todo el capital político de los diversos activismos. En determinado momento esto condujo a que Perón era toda la significación política del país y la Dictadura, reducida casi a Lanusse mismo, era la nada.
La confrontación entre los dos tipos de fuerzas que impulsaron la vuelta de Perón y de la Democracia, puede ser descripta con circunstancias que hacen recordar a una tragedia griega, sólo que con una magnitud e insidia mayores. Esta tragedia argentina, tuvo además un tercer actor, constituido por el conjunto de agazapados reaccionarios, antiperonistas y peronistas, que medrarían con el enfrentamiento.
Previamente se había verificado un hecho histórico en si mismo en forma puntual. El Retorno de Perón, un hecho que en aquellos tiempos parecía interdicto para siempre. Todas las luchas y movilizaciones descriptas, más un juego político de Perón en el que apareció su faceta más brillante, lo posibilitaron. Fue un acontecimiento histórico, pero el enemigo político quedó en cierto sentido intacto. No fue desarmado por una insurrección, por ejemplo. El golpismo pudo autopreservarse. La insurgencia guerrillera continuó como si nada. Quizás aquí resida el misterio del regreso de Perón a Madrid. Las elecciones se dan con Perón proscripto, Cámpora las gana con casi un 50% de los votos en una histórica jornada, no exenta de tensiones. José Luis Fernández Valoni es secuestrado cuando acude a votar a pesar de ser candidato a diputado nacional con seguridad electo, situación que afortunadamente se revierte con su liberación, resultado del nuevo clima creado a partir de los resultados electorales.
La tragedia posterior comenzó ya esos mismos días. La caracterización que cada sector hizo del Pacto Social, instrumento central de la política de concertación que intentaba Perón a fin de lograr una mejora rápida y sustancial en la realidad económica heredada. Los conflictos entre Montoneros y los gremialistas no arrancan en ese momento. Antes habían sido asesinados Augusto Timoteo Vandor y José Alonso. Luego Rogelio Coria y Cavalli. Pero las células intervinientes en dichos hechos no habían sido identificadas y lo más probable es que fuesen grupos que actuaban por su cuenta, antes de su fusión con Montoneros.
Es claro en cambio que, a poco de elegido Cámpora y previo a la asunción efectiva del Gobierno, Rucci es encargado de trabajar con Gelbard en el Pacto Social. No era esa su única misión. La gran capacidad con que José había desarmado una y otra vez las zancadillas de distintos jefes sindicales “participacionistas” e independientes, se traducía ahora en la necesidad de reorganizar el Sindicalismo todo, tarea esta explícitamente ordenada por Perón. Ahora sí, el Jefe del Movimiento deseaba un nuevo perfil para el Movimiento Obrero.
Rucci había sido identificado por algunos de los jóvenes referentes de la Tendencia como el freno a sus aspiraciones de poder gremial propio. Esta caracterización era más resultado del lugar encumbrado que ocupaba el dirigente gremial, que de su actuación objetiva. La Tendencia no tomaba en cuenta todos los hechos en los cuales Rucci enfrentó a los participacionistas e incluso a alguna figura de su propio gremio, que por razones de interpretación táctica o por alianzas non sanctas con el gobierno militar, deseaban relativizar el regreso de Perón. Más aun, en diversas ocasiones en que las expresiones de lucha de la Juventud y las guerrillas habían sido cuestionadas presionando a Perón, Rucci se había mostrado comprensivo hacia los que hasta ese momento eran sus compañeros. Había también exigido, desde su rol de Secretario General de la CGT, la liberación de sindicalistas presos en forma permanente, aunque alguno de estos no fuese peronista, pero las diferencias ideológicas, consideradas esenciales en aquellos tiempos, hacían que esto no se le reconociese.
Pero Rucci había enfrentado también, discursivamente, a líderes notorios como Agustín Tosco, cuyo discurso político, apoyado en la épica lucha que se realizaba desde Córdoba, era sin embargo algo así como un callejón sin más salida que la Revolución Socialista. Había tratado de que Atilio López abandonara su alianza con Tosco, y se integrara de manera plena a una estrategia desde la CGT nacional.  La Tendencia mientras tanto armaba desde Bahía Blanca la JTP, es decir la Juventud Trabajadora Peronista, tendencia que se presumía competiría con las agrupaciones preexistentes. Aun en ese momento Rucci llegó a afirmar que “las críticas de la Juventud Peronista, no se podían rechazar, siempre que respondan al programa justicialista.”
Claro está, quedaba por interpretar cuales eran los límites del programa justicialista, y la verdad que en esa etapa el programa del futuro gobierno estaba enmarcado en el Pacto Social.
La Tendencia, al menos a través de alguno de sus protagonistas, pareció ver en el Pacto Social y en la supervivencia del gremialismo tradicional, un objetivo de combate casi del mismo nivel que la Dictadura. Diversas declaraciones comenzaron a caratular al gremialismo que no perteneciera a la Tendencia como traidor, y esto con mucha facilidad e irresponsabilidad. Era muy cierto que en el movimiento obrero sobraban los burócratas sostenidos por años de gobiernos antidemocráticos que habían fomentado los peores vicios, como si no fuera suficiente la natural tendencia de la organización sindical a perder con el tiempo impulso transformador y convivir con el poder económico con beneficio de sus dirigentes.
Pero la Tendencia propuso la sustitución lisa y llana de los cuadros dirigentes tradicionales por aquellos propios que pudieran hacer acceder a posiciones de conducción mediante la movilización permanente. Esta táctica despreciaba cualquier alianza con lo preexistente, en una infinita tarea de sustitución de todas las realidades gremiales y políticas por las nuevas realidades montoneras. Como esto era llevado a cabo con los métodos a veces normales del sindicalismo, es decir con cierta prepotencia en orden a hacer cumplir las huelgas, los enfrentamientos eran continuos. Sólo se salvaban los dirigentes que se proclamaban combativos y aun esto sólo por el momento. Las reacciones del sindicalismo señalado como objetivo montonero tampoco eran inocentes y suaves. Pero su mayor inteligencia estaba dada por el uso extensivo de la provocación disruptiva, en la que los grupos de juventud entraron con facilidad.
Se ha planteado en más de una ocasión la idea de que el ataque montonero a las estructuras tradicionales del Justicialismo era parte del ataque conjugado de izquierdas y derechas sobre el movimiento popular. Claramente, una posible versión peronista de la teoría de los dos demonios que avalara años después el presidente Alfonsín, quizás sin estar convencido él mismo. Puede que la realidad sea más compleja y más dura. La izquierda peronista era peronista, con un derecho ampliamente ganado por la lucha y el sacrificio. Su eventual distancia con algunas ortodoxias, que por otra parte ni siquiera Perón cultivaba, no era mayor que la de los dirigentes participacionistas que habían desperonizado sus sindicatos y de pronto volvían al redil, colgando apresuradamente retratos de Perón y Evita y descolgando los de Francisco Franco. Tampoco eran menos peronistas que aquellos que creían posible instrumentar al peronismo a favor de un nacionalismo rancio y “vacuno”, cuando no virtualmente fascistoide, como Manuel de Anchorena. Pero su trayectoria acreditada dentro del movimiento popular no garantizaba inmunidad frente a la soberbia, el ideologismo infantil, y lo que quizás resultó ser determinante, la absoluta ceguera política. Presionados por los nuevos cuadros de otras organizaciones recientemente peronizados, habiendo caído en la lucha alguno de los cuadros más lúcidos y peronistas de origen, interpretaron todo el proceso político que se vivía en clave de confrontación militarista, cuando en realidad la violencia era un hecho, pero no el hecho central. La vieja consigna de que el poder nace de la boca del fusil, harto discutible si es una receta para todos los casos, fue adoptada de manera infantil. Cuando las primeras retaliaciones de la derecha comenzaron a aparecer, fruto en sus inicios de los servicios de inteligencia y parapoliciales del régimen militar, creyeron confirmadas sus adolescentes especulaciones bélico- políticas. En la misma lucha heroica que había despertado amplia adhesión, movilización y una incipiente organización popular de gran magnitud, un fanfarrón como Rodolfo Galimberti, hasta hacía unos meses nacionalista al estilo Tacuara, arengaba como un anarquista en un lenguaje marxista mal digerido. 
Estos hechos fueron un excelente pretexto para que los sectores de derecha del sindicalismo, que no eran pocos, buscaran alianzas con servicios de inteligencia paralelos, guardaespaldas, policías, políticos peronistas anticomunistas y quizás, agentes de servicios extranjeros que no habrían de estar ajenos a la situación. La Tendencia, al atacar en bloque al gremialismo, lo unificó y congeló, frustrando así la reconversión que Perón le había encargado a Rucci. Del mismo modo se frenó la reorganización del Movimiento que inicialmente había sido definida como inmediata.
En paralelo, Rucci se “jugaba la vida” con el Pacto Social. Así dijo al firmarlo, en una frase que, aunque no tuviera sentido literal en el momento, lo tuvo unos meses después, trágicamente.
El Programa económico del gobierno que asumía el 25 de mayo de 1973, constituía un excelente instrumento para llevar adelante la transición ordenada hacia una “economía de bienestar” de estilo noreuropeo. El país se enfrentaba a una inflación galopante, cercana al 100% y con atraso en los sueldos. La puja distributiva que caracterizaba y caracteriza aun hoy a la economía argentina se había acelerado, entre otras cosas porque los empresarios se adelantaron a la asunción del nuevo gobierno con remarcaciones preventivas de posibles aumentos salariales.
Con gran acierto, el plan se limitó inicialmente a desactivar expectativas inflacionarias, otorgando sólo un aumento fijo y congelando precios, esperando que, al evitar el deslizamiento de precios, el módico incremento salarial fuera absorbido y produjera un incremento del consumo, pero por sobre todo del empleo. Se sabía que el congelamiento de precios no era fácil de sostener a largo plazo, pero se pensaba que permitiría una desaceleración inflacionaria notoria que cambiara las expectativas y permitiera retornar a una inflación manejable.
Pero lo más significativo del Plan era que todo su accionar se enmarcaba en un explícito proceso de Concertación Social, que no sólo fue enunciado sino que se llevó a cabo con múltiples instrumentos de acuerdo, no sólo económicos sino también políticos. Esto era lisa y llanamente intentar la puesta en marcha de un mecanismo paritario nacional que dejara atrás el proceso inflacionario que normalmente se desenvolvía luego de las paritarias sectoriales. El programa, enfáticamente defendido por el propio Perón, aspiraba a ser una reedición del mundo europeo de la posguerra, con los acuerdos de concertación que tan positivamente habían impactado en la economía de esos países y en los ingresos de las clases trabajadoras. Nada había de “populismo” en tal programa, salvo que así se quiera pensar de lo actuado en aquella Europa Occidental de posguerra.
Además, la política económica mostró desde el primer día una decisión firme de diversificar los vínculos económicos de la Argentina. Se abrió el comercio exterior a los países del bloque Soviético, avanzando con los mismos en planes de inversiones conjuntas en la Argentina. Llevar adelante esta acción no era tan sencillo como en tiempos posteriores, por cuanto la Guerra Fría se hallaba en su momento de auge, con la guerra de Vietnam.
Otras medidas que se pusieron en marcha demostraban que si el plan económico tenía mucho de democristianismo renano, también tenía una impronta escandinava. Se nacionalizaban los depósitos bancarios para orientar el crédito hacia la producción, se intervenía fuertemente en el comercio exterior, por medio de la Junta Nacional de Granos que actuaría de modo semejante al recordado IAPI de los primeros gobiernos de Perón. Se planteaba un Impuesto a la Renta Normal Potencial de la Tierra que buscaba claramente una reforma agraria indirecta y la maximización de la producción agropecuaria y se luchaba contra la inflación con enérgica política de ingresos y precios.
Todas estas decisiones contaban con un aparente apoyo institucional nunca visto en la historia argentina. Pocas veces, si es que alguna, un programa económico había requerido la participación de todos los sectores sociales y económicos, desmintiendo así o por lo menos dejando atrás el presunto autoritarismo del Justicialismo. Aun las instituciones que no adhirieron con su firma (Unión Industrial Argentina, Sociedad Rural), lo hicieron de algún modo con posterioridad. La Confederación General Económica, la entidad a que pertenecía el Ministro José Ber Gelbard, era representativa sólo de una parte del empresariado industrial dado que las grandes empresas se referenciaban a la UIA. Adhirió por el sector agropecuario la Federación Agraria Argentina, entidad que representaba a los productores pequeños y arrendatarios, aquellos que en su momento habían producido “el Grito de Alcorta”.
Hay que decir sin embargo, que esta aparente virtual unanimidad era el fruto de un momento social en el que hubiera sido muy mal vista la oposición empresarial al plan de la CGE. Muchos adherían en forma hipócrita, esperando el momento de la revancha. Los contenidos de la concertación eran sostenidos por el 85 % de la población y esa era su mayor fortaleza, pero no era el resultado del pensamiento conjugado de todo el empresariado. Contenía elementos que, aunque a la izquierda peronista y no peronista le parecieran insuficientes, eran lesivos en el mediano plazo para las grandes empresas en su posición dominante. Éstas sólo disimulaban, más allá de algunos lúcidos dirigentes empresarios que tenían una mirada superadora de lo sectorial.
Todos los indicadores económicos registraron una notable mejoría durante la vigencia del plan, aunque sobre el final del mismo se hicieron sentir los efectos de los aumentos internacionales del precio del petróleo, que se triplicaron y algunos incrementos de importancia en el precio de la carne, por ese entonces decisivo en el índice de Costo de Vida, a su vez muy influyente en ciertas decisiones empresarias y sindicales, que se manifestaban  como adelantos de aumentos de precios y adelantos de reclamos salariales.
Pese a todo, el país había logrado llevar la inflación a niveles razonables. El ajuste que se planteaba en el horizonte como indispensable, podía tener dos tipos de ejecuciones. Una primera tendiente a ratificar el rumbo, y otra que volviese a las teorías ortodoxas de librecambio, liberación de precios y devaluación. Perón optó claramente por lo primero al mantener a Gelbard como ministro y no como un ministro más. Isabel, tres meses después de la muerte de Perón se dejaba seducir por los cantos de sirena de la ortodoxia y creía que, al instalar a Gómez Morales, a quien se atribuían los méritos de la estabilización lograda en 1954, habría de repetir la historia. Como en tantos otros casos donde quien ocupa la presidencia de la Nación no tiene idea de economía política y menos aún de la tan particular de un país semidesarrollado como Argentina, el sentido común liberal y sus soluciones simplistas encuentran fácil eco. Pero lo cierto es que también Gómez Morales fracasa, mostrando que estaba fuera de tiempo, y el gobierno, ya sin brújula desde mucho antes, recurre a un antiperonista y antisocialista militante y exaltado, como fue Ricardo Zinn. El mismo personaje que meses después sería el mentor del plan de Martínez de Hoz, ya en plena dictadura. Las logias masónicas derechistas deformadas que habían desembarcado en el país con Liccio Gelli y Gian Carlo Elía Valori, muy probablemente fueron las gestoras de estos cambios, manipulando a su vez al tristemente célebre López Rega. Lo cierto es que la alta inflación resultante de la acción de estos “estabilizadores”, contribuyó a crear el clima propicio para el posterior golpe militar y para la adopción de sus políticas, que parecieron efectivas por un tiempo, censura de prensa de por medio.
Las explicaciones simplistas sobre los límites del plan de Gelbard, no se limitan a las visiones que hoy llamaríamos neoliberales, fundadas en un diagnóstico de la estructura productiva argentina más que rústico, aunque sea el lugar común de ciertas universidades. Los distintos análisis de izquierda, tendieron a analizar las limitaciones de mediados del 74, como resultado de que el plan era “burgués” o, en el caso de la izquierda nacional al estilo de Jorge Abelardo Ramos, por su presunto carácter “bonapartista.”
Las consideraciones de la izquierda tradicional hoy nos parecen poco fértiles para analizar cualquier momento de la historia económica argentina, pero en aquel tiempo se les prestaba más atención. Contenidos en el por momentos alto vuelo literario de la prosa marxista, se suponía que estos razonamientos decían mucho y en realidad decían poco, o para ser más precisos no decían lo suficiente y quizás tampoco lo esencial. En especial nada decían de Economía y quizás algo de Sociología, pero en este caso se trataba de una sociología cargada de finalismo y de lenguaje ad hoc. Como el problema era que se avecinaba la Gran Crisis Final del Capitalismo, el plan de Perón y Gelbard, cuyo objetivo era lograr una concertación renano-escandinava, parecía digno de desprecio intelectual.
La izquierda de aquellos tiempos creía que el elevado desarrollo de los países centrales, y dentro de estos, de aquellos en los que se había implementado un Estado de Bienestar, era el resultado simple de la explotación de colonias y semi-colonias. Peor aun, en algunos casos se suponía que la rebelión de los países de la Periferia debía subordinarse a algún fenómeno más importante en el Centro del sistema mundo, donde el Proletariado de los países centrales iniciara su emancipación revolucionaria. Ese fue el resultado en la práctica de los acuerdos de Yalta por los cuales curiosamente fueron “entregadas” ciertas revoluciones socialistas como en el caso de Grecia. A partir de ahí ciertas ideologías simplificadoras, a las que Perón no fue ajeno en alguna de sus expresiones, hablaron de Reparto del Mundo. Demás está decir que era una lucha por la influencia en el Mundo, con periódicas treguas y espacios en los que no era conveniente intervenir porque la fuerza del adversario era mayor. En estas afirmaciones originadas en la Geopolítica, disciplina interesante pero cuyo estatus científico aun no ha sido bien definido, hay sesgos que no resisten con solidez ante un análisis no binario. Alemania y Japón de posguerra quedaron bajo la órbita de los EE UU, pero no fueron ni son espacios coloniales, si no que fueron de hecho potencias económicas. China a su vez copiaba el modelo stalinista y sin embargo estaba lejos de ser una colonia soviética. Cuando hay autonomía técnica es difícil que un país quede convertido en colonia.
Curiosamente la emergencia de revoluciones en los países periféricos interrogaba al marxismo, pero cuando un discurso político es circular, siempre tiene una argumentación justificativa, sea que los pronósticos se cumplan, sea que no se cumplan. Y los pronósticos no se cumplían. Pese a la esperanza neocomunista en el centro capitalista que despertó el Mayo del 68 francés, cuando por unos instantes los obreros se sumaron a los estudiantes, las revoluciones de ahí en más habían sido tercermundistas. Estas revoluciones eran y se presentaban en unos casos como nacional populares, en otros casos como marxistas. Buscaban segmentar a sus naciones del sistema capitalista subdesarrollante, pues se creía que la apertura al mundo socialista, o simplemente a un amplio multilateralismo, traería más posibilidades al desarrollo. La izquierda tradicional tenía un libreto fácil de estudiar y por tanto de retener y repetir, pero en definitiva muy pobre, según el cual sólo con una industrialización madura podía haber revolución por cuanto ésta era el resultado de la maduración del proletariado y su estado de conciencia. Cualquier otro levantamiento era para las huestes de Suslov, el ideólogo oficial soviético, en mayor o menor medida populismo. Por eso el Partido Comunista no participó de las luchas de los años 70, al menos en sus formas más activas. Debe señalarse también que en virtud del carácter no homogéneo que muestra en general la realidad política, Gelbard desarrollaba su plan que era el plan de Perón, en evidente sintonía con la Unión Soviética y su bloque.
La izquierda nacional, que había realizado notables aportes para la comprensión del carácter progresivo del Justicialismo, se mantenía sin embargo al margen, con una actitud especulativa, que se fundaba en otra muletilla, el “bonapartismo.” Apoyados en las tesis de Lenin sobre el Imperialismo como fase superior del Capitalismo, veían con claridad lo que por otra parte era innegable, es decir que la lucha anticapitalista se daba con más fuerza en las periferias colonizadas o semicolonizadas. Todo esto parece remitir a un debate entre marxismos, pero veremos luego que el señalamiento de las relaciones de dependencia en el Capitalismo no era exclusivo del marxismo.
Digamos de paso que esta izquierda nacional era más bien un cenáculo de intelectuales, muchos de ellos valiosos pero minoritarios políticamente. Jorge Abelardo Ramos había escrito una Historia Argentina con notables aciertos, pero su pensamiento económico seguía siendo marxista en algún sentido que no esclarecía demasiado. Había tratado de determinar qué clases sociales habían pugnado objetivamente por el progreso social, y al hacerlo había descubierto que los que para el marxismo oficial era reaccionarios quizás eran todo lo contrario. Aportó a la izquierda la comprensión de que el mitrismo no era precisamente la revolución burguesa esperada, sino una forma de articulación dependiente con cierto cosmopolitismo. Pero siguió creyendo por mucho tiempo que el Peronismo debía ser superado por un partido “obrero” superior. Luego, con Menem, habría de desmentirse a sí mismo, pero quizás en otro tipo de exceso. Juan José Hernández Arregui había trabajado en el mismo sentido, con un especial hincapié en el estudio de la Cultura, en la que trataba de hallar los embriones de una Conciencia Nacional en formación y evolución. Habían comprendido claramente el valor de las colonias y semicolonias como lugares de conflicto creador en la Economía Mundo capitalista. Veían ambos y señalaban con fruición el carácter progresivo de los “movimientos nacionales de liberación” como también se los llamaba, recientes y pasados. Estas interpretaciones permitieron entender que no era sólo la Revolución Cubana el fenómeno antiimperialista, sino también todos y cada uno de los procesos políticos donde el poder de las elites articuladoras con la relación de dependencia era confrontado. De ese modo había revolución por todas partes y ya la había habido antes. Ahora se entendía el carácter liberador del Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia de 1952 con su reforma agraria, la lucha de Sandino en Nicaragua, el proceso egipcio liderado por Nasser y Naguib, las luchas independentistas en África, sólo por citar algunos ejemplos.
La cuestión que se planteaba era qué hacer para que estos procesos no se frustraran y es aquí donde las diversas interpretaciones más que un ejercicio de librepensamiento, eran un escenario de teorías poco contrastadas, aunque la escasa solidez quedara muy disimulada en la comparación fácil con la mayor tosquedad del pensamiento de derecha.
Por aquellos tiempos la “toma del poder” entendida como ejercicio indisputado del poder político, no significaba un desprecio a la democracia y a la legalidad liberal, sino más bien la convicción de que quien tomara el gobierno no podía quedar sometido a golpes y desestabilizaciones por parte de grupos ligados a las oligarquías tradicionales, y por tanto era necesario distinguir entre gobierno y poder y aspirar a obtener ambos.
También era parte del clima de época que el futuro pertenecía a formas socialistas. ¿Qué significaba esto y que implicancias tenía para los procesos políticos? Cada grupo político revolucionario hizo la interpretación que pudo y que quiso.
Para el Partido Comunista, la evolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas daba respuesta a casi todo. El socialismo estatalista era el modelo, y por ende la propiedad estatal de medios de producción era sinónimo de propiedad del Pueblo. Los logros de la URSS en el Espacio, la Defensa y la industrialización habían sido notables. Por lo demás el sistema legislativo de Poder Popular mostraba, supuestamente, una constitucionalidad superior a la originada en la legalidad burguesa. Nadie imaginaba por aquellos tiempos el estancamiento y luego el colapso de la URSS o el necesario giro económico de China con Deng Tsiao Ping. Ni lo imaginaban siquiera las derechas políticas.
Pese a la realidad efectiva de la URSS y sus aliados, para muchos el socialismo podía ser otra cosa. En primer lugar, si hablamos de sistemas comparados, hay que señalar que Yugoeslavia mostraba una economía sobre la base de la Autogestión, es decir una economía donde la forma de propiedad socialista no estaba dada por la empresa estatal inmersa en un Plan nacional, sino por el colectivo laboral constituido en propietario de un tipo de empresa que por lo demás debía competir en un mercado. El escaso interés de Yugoeslavia de exportar su modelo, hacía que este tuviese poca difusión y no constituyera bandera de lucha, más allá de vagas alusiones de algunas izquierdas trozkistas al “control obrero de la producción.”
Existía por otra parte la información de que en los países escandinavos se había logrado una situación social de notable igualdad así como una evolución tecnológica que los hacía participar del mercado mundial del mundo desarrollado. Su sistema político era el liberal, en general con un bipartidismo claramente identificado con patrones y obreros, pero en una actitud de concertación social y económica cuyos resultados alteraban radicalmente la lógica del Capitalismo liberal. El estudio de la psicología humana, que si hoy es pobre lo era más en aquellos tiempos, algún día tendrá que explicar porqué motivo el Modelo Escandinavo no fue bandera de lucha para ningún grupo político, más aun cuando Perón sí lo reivindicaba. La izquierda lo descalificaba rápida y poco convincentemente como reformismo. O se alegaba que dichos países se beneficiaban del saqueo colonial y con eso financiaban su difundida Seguridad Social. Pero aun las militancias más “nacionales” que estaban surgiendo y prevalecían, ignoraron el fenómeno escandinavo. Parecía que China tenía más que enseñarnos porque la Revolución Cultural parecía crear un “Hombre Nuevo”. Así las cosas, aun los militantes con origen cristiano revolucionario, que por ese entonces se multiplicaban como pequeña multitud, optaron por no considerar esta opción pese al origen democristiano de la misma en algunos países. Se creía con buena fe que había semejanza entre el austero ser humano de la Revolución Cultural china y la pobreza evangélica.
En la realidad el modelo escandinavo, al que también se sumaban en mayor o menor grado otros países del Norte europeo, como Holanda y en menor medida Suiza y Austria, era el resultado de acuerdos entre burguesía y sindicatos en función de un ideario socialdemócrata marxista acompañado por los democristianos más respetables. Era el marxismo de Berstein y Kautsky, que Lenin había descalificado con violencia llamándolo revisionismo. Sin embargo, al obligar a pactar a la patronal luego de largas huelgas generales en los años 20 y 30 del siglo XX, fundaron las bases de sociedades donde los capitalistas estaban obligados a discutir socialmente el destino del excedente. Previamente habían rechazado la invitación de Lenin a sumarse a las revoluciones soviéticas, quizás porque las conocían de primera mano. Luego el mundo conocería otros socialdemócratas, que sólo postularían neoliberalismo con barniz progresista, y las derechas mundiales se las arreglarían para minar los intentos de recrear formas escandinavas en todo el mundo, pero eso es otra historia.
No lo lograron sin embargo en los países donde la socialdemocracia se hizo conciencia y cultura. Pese a todos los pronósticos en contrario de las modas al uso, ahí siguen los países del “Norte” europeo, dando ejemplo de comunidades autorrealizadas, modernas, justas y vinculadas al comercio internacional, pero desde su evolución avanzada y no desde el parasitismo de la especialización excluyente en recursos naturales. Podríamos decir que presentan, aun hoy, rasgos de “comunidad organizada”, o que implantaron como economía, sistema y cultura la Justicia Social con Desarrollo. Aunque en forma  diluida, este estado de cosas fue imitado en Alemania, Inglaterra y Francia, donde los sectores fundamentales de la economía fueron o todavía son estatales pero al mismo tiempo de mercado, y donde los acuerdos de concertación patronal-laboral se escriben y se cumplen. Claro que todo esto se ve facilitado por la alta tecnología y la propiedad agraria no concentrada.
Lo cierto es que el Perón de los 70 tenía eso en mente cuando hablaba de Socialismo y así lo estipuló en más de una ocasión con toda claridad. Cuando los dirigentes que lo visitaban le hablaban de Socialismo, él respondía”…sí, como en Suecia.” Para el CTP esto era así a poco de comenzar sus aventuras. No se trataba de sostener la infalibilidad de Perón, pero por cierto su idea de lo que se debía plasmar desde la acción de gobierno no merecía un desdén absoluto. No parecía inteligente y justo y quizás tampoco resultara conducente. La izquierda nacional en su amplia mayoría creyó necesario descalificar la política de la Concertación. Algunos sectores militantes creían que el reformismo no era suficiente tributo a la sangre derramada. Otros temían que el reformismo no erradicara a las fuerzas golpistas. El Comando, que por ese tiempo y ya desde bastante antes tenía una notoria afinidad con Rucci, avalaba la política de Concertación más allá de lo que señale el recuerdo equivocado de alguno de sus gestores, como Carlos Leyba.
Sin embargo, esta oposición de las juventudes no tuvo la magnitud suficiente como para debilitar el plan económico por sí misma. Era una oposición discursiva más que en los hechos, y las tomas de fábrica y los conflictos parciales que se multiplicaron, hicieron mella más en la situación política que en la productiva. No fue esta relativa anarquía la causa de la crisis que habría de padecer el programa de la Confederación General Económica, en la que confluyeron otros elementos y otros actores. Pero ante todo debemos dejar en claro que las dificultades que comenzaron a manifestarse con crudeza hacia mediados de 1974 y que justificaran una convocatoria de Perón a la Plaza de Mayo el 12 de junio de 1974, no tienen relación alguna con el desmadre que tuvo la situación económica de las gestiones posteriores a Gelbard, de corte liberal. Eran dificultades superables quizás, si no hubiese devenido poco después la muerte de Perón, con el siguiente asalto al poder de la Logia P2 y la ultraderecha peronista vinculada a servicios de inteligencia del extranjero.

El comienzo del fin. El fallecimiento de Perón
El Resurgimiento nacional que hemos descripto tocó pronto a retirada con la desaparición física del General. Como decíamos, entre la lucha interna y las asechanzas externas, la certeza de una reconstrucción nacional a la vista se convirtió en un aquelarre de violencia facciosa y desorganización política. El líder máximo del CTP, Julián Licastro, accede con Perón a la Secretaría Política de la Presidencia de la Nación, en uno de los escasos rescates de la etapa anterior, junto con el veterano Vicente Solano Lima y en gran parte gracias a las gestiones de este notable dirigente más que por decisión de Perón, que quizás lo veía como una de las expresiones de la etapa de lucha por el retorno, y que ahora se quería, apresuradamente, dar por superada.
En esos días el CTP buscó instaurar una reorganización del Movimiento Justicialista en base a los cuadros intermedios, ajenos a la violencia juvenil y a la nostalgia inconducente de algunos históricos.  Fue una lucha denodada por movilizar contra la locura de izquierda, pero sin conceder terreno a la infiltración de derecha.
Para esto se potenció con denuedo la Secretaría Política y se lanzó una campaña de adoctrinamiento político y organizativo en todo el país. Los arribistas del peronismo rancio y los lopezrreguistas trataron de bloquear dicha acción, pero mientras Perón vivió no fue posible. Se plasmó en una miríada de actos y en múltiples acciones que transmitían el mensaje de Perón contenido en el Modelo Argentino que el general lanzaría con absoluto reconocimiento social en el Parlamento Argentino. El proyecto de Generación Intermedia, como se llamó el conjunto de movilizaciones de cuadros gestado desde la Secretaría Política de la Presidencia, convocó con premura a cuadros políticos no sólo justicialistas sino también de las fuerzas políticas que había acompañado aquel resurgimiento. Todavía había tiempo para rescatar el legado del regreso de Perón y su pedido expreso de Actualización Doctrinaria, pero llevando esto a cabo en clave justicialista y sin desviaciones, en el espíritu de la Hora del Pueblo. El título de la obra fílmica que el CTP motorizó y que Solanas y Getino llevaron a cabo era muy claro. “Actualización Doctrinaria para la Toma del Poder”, es decir el poder popular sobre el sistema político democrático.  Ahora ese objetivo aparecía desvaído, luego de la tragedia de Ezeiza, pero la emergencia de la  reacción de derecha ante el innfatilismo de la guerrilla, requería un antídoto poderoso, sino se deseaba caer en la más pura represión. En esta acción de recuperación participaron otros grupos surgidos de la eclosión juvenil y de la resistencia peronista. Guardia de Hierro, los montoneros que se alejaron de la organización, el Encuadramiento y muchos más.
Los crímenes del ERP y de Montoneros parecieron opacar algo tanto o más terrible que estaba ocurriendo. Accedían al poder, de la mano de José López Rega, figuras desconocidas hasta ese entonces, vinculadas al esoterismo y la represión. Los Villone, Lastiri, Gelli, Elía Valori, Suarez Mason, Savino, Massera, Betti, Celestino Rodrigo, Ricardo Zinn, Ottalagano, Ivanisevich, habrían de constituirse en una presencia ominosa para todos los cuadros peronistas y motivo de dolorosas chanzas por parte de quienes nos querían considerar ingenuos. El acceso al Estado de los Villar, Tato y Margaride completaba la tragedia. El propio Peronismo, ya sin Perón, logra corregir parcialmente este rumbo absurdo, cuando la movilización gremial y popular desplaza a López Rega y Celestino Rodrigo, pero en el plano militar no se rectifica y la inercia hace imposible detener el golpe militar. Lo cierto es que a la muerte de Perón el país presenta un Gobierno cuya presidente era María Estela Martínez y cuyo primer ministro era Lopez Rega, ambos personajes exóticos y ajenos a cualquier realidad argentina cotidiana. López Rega, siempre al lado de Perón e Isabel causaba una impresión fúnebre, como Rasputín, pero que en su caso era además payasesca y ridícula. Era como si a todo el resurgimiento argentino alguien hubiera querido contaminarlo con un veneno omnipotente, lográndolo, por cierto.
Sobre estos episodios se cierne un discreto pero ya injustificado silencio. Si bien el acercamiento a esta masonería bastarda que luego habría de mostrarse criminal, pudo ser uno de los apoyos que facilitaron el regreso de Perón, también es cierto que el daño causado por su presencia es tan horrible que queda enmarcado en “aquello de lo que no se habla”. Como no se habla ya de Isabel y de López Rega. Es en algún modo lógico, porque eran ajenos al peronismo del pueblo, aunque hayan podido entremezclarse con el poder del peronismo y con Perón. Hay menciones al esoterismo de Perón, tanto en los episodios que llevaron a su conflicto con la Iglesia en su segundo gobierno, como en esta etapa. No es fácil corroborarlo, pero algunas decisiones como el ascenso de López Rega a Comisario General desde el rango de cabo retirado, permiten suponerlo. En los hechos, el país quedó por unos aciagos meses en manos de una Presidente y un Primer Ministro propios de alguna cruel secta esotérica, más que de un movimiento histórico significativo como el Justicialismo. Perón no puede resultar ajeno a esta decisión, demasiado importante para que sea considerada un detalle. Algún desdoblamiento de personalidad, alguna debilidad humana, hacía que quien supo ser el político más importante de América Latina en el siglo XX, fuera también alguien susceptible de convalidar conspiraciones grotescas y de convivir en su hogar con alguien tan unánimemente repulsivo como José López Rega.
La necesaria reacción ante desvaríos y crímenes de la guerrilla, no explican la temporaria toma de control de la Argentina por estos pequeños Hitler. Algunos compañeros prefieren creer que estas concesiones eran geniales maniobras tácticas para fortalecer el poder. Quien esto escribe no se cuenta en esos círculos, pero admite abiertamente que no es el dueño de la verdad. La grandeza de Perón no reside, creemos, en su presunta infalibilidad, sino en la trascendencia irreversible de su legado positivo. Un legado que reside más en la memoria de empoderamiento de los humildes que en organización popular siempre verbalizada pero escasamente lograda. El discurso de Perón sobre la Conducción y la Organización supera ampliamente lo mejor que se ha escrito sobre el tema en todo el Mundo. Lo mismo podríamos decir del Modelo Argentino y del proyecto nacional que Perón quiso dejar como legado sobre el final de sus días. Textos notables que buscaban dar a la democracia liberal un contenido social. Pero la transferencia a la realidad de estas conceptualizaciones parece ser algo mucho más difícil. Sobre todo, si se tiene en cuenta que el liderazgo carismático no se lleva bien con la organicidad, aunque se jure promoverla.
En resumidas cuentas, Perón volvió como Cristo, para irse rápidamente. En términos de poder fuimos derrotados, porque no se construyó ni recuperó el poder político más que por un corto lapso. Pero como Cristo también, Perón, y salvando claro está las distancias de categorías, triunfó en otro sentido, en el que da la transcendencia de su mensaje, siempre transformador pese a esos personajes siniestros, y su herencia en la organización popular más que en la organización estatal y partidaria. El intento de acordar con Balbín incluyendo una vicepresidencia era loable, pero implicaba también un reconocimiento del desorden en la fuerza propia. La extrema ambigüedad ideológica, que aglutinaba en apariencia desde Rogelio Coria hasta Mario Firmenich, y que tanto había ayudado para el Retorno, no era buena para mucho más. La cesión final del poder a Isabel, fue enaltecida de mil maneras por quienes como el CTP se inscribían en la “Lealtad”, buscando de alguna manera que ese enaltecimiento transformara lo ridículo en virtuoso. Pero todas eran actitudes desesperadas de reacción ante hechos sobre los que no se tenía control. El Justicialismo quedó por unos meses en manos de personajes inefables, y cuando se quiso reaccionar era tarde.  
Si alguien busca una demostración de la importancia del Justicialismo, deberá encontrarla en lo paradójico. Un movimiento que puede superar el descrédito y la vergüenza de haber entronizado al lopezrreguismo, al que supo desplazar, es evidente que contiene verdades profundas. Por esas verdades profundas, más que por alguna esencia filosófica y metafísica, y porque los problemas estructurales son los mismos, el peronismo y sus contenidos vuelven siempre, como expresión de la demanda postergada en pos de una sociedad evolucionada y equitativa.
Es así que, en aquellos difíciles meses de 1975, ya sin Perón, el CTP trataba de responder con otra cosa muy diferente a la anarquía incipiente. Era un intento de crear un nuevo espacio político de movilización, distinto de la movilización disruptiva y anarquizante y distinta también, es obvio decirlo, de la pura represión y regresión con que algunos interpretaban se debían curar los males de la época. El saldo fue importante. Los equipos del CTP que trabajaban en el Interior del país y en el Conurbano Bonaerense y en los Sindicatos, fueron llevando un mensaje de reorganización hacia el movimiento, mediante una metodología que dimos en llamar de “enlace” en referencia a la función que en los ejércitos tiene el Oficial de Enlace de la conducción de operaciones. Pero este término también significaba que el CTP no buscaba colocar sus cuadros propios para penetrar el movimiento con su organización particular. Por el contrario, se buscaba potenciar, enriquecer, vincular a las realidades existentes en el Pueblo y en la Militancia para conformar un todo superador capaz de hacer frente a las adversidades que podían avecinarse. Notable logro, si recordamos que el CTP, como también otras organizaciones, trataba de organizar el movimiento “totalizando desde abajo”, como dijera Licastro en aquellos tiempos, es decir desde un vínculo débil con el poder y el gobierno.
No puede negarse que en tal proceso se aspiraba a ser parte de la conducción del movimiento. Quien es capaz de organizar quiere conducir, inevitablemente. Pero el CTP quería conducir debajo de Perón, mientras vivió, interpretándolo y no condicionándolo. No fueron los cuadros del CTP los únicos que trataron de dar un sentido proyectivo y organizativo a la Lealtad, pero es innegable que el CTP lo hizo con un énfasis reconocido por muchos.
No hay motivo para ocultar que una de las herramientas que el CTP puso en marcha fue la construcción carismática. Julián Licastro era una figura requerida casi sin oposición en todo el Movimiento. Sus “bajadas de línea” a partir de lo que Perón iba construyendo e intentando, eran antológicas y movilizaban a la vez que organizaban. Sus antecedentes combativos le daban autoridad para criticar las actitudes inconducentes de algunos sin caer en la retórica reaccionaria. Los demás compañeros de la organización, completábamos esta tarea de un modo tan articulado, que lo carismático adquiría también una forma colectiva y gregaria. La personalización de la política es en ocasiones una necesidad de los pueblos en los procesos populares y es más que una voluntad personalista impuesta por los líderes. Luego, y por causas misteriosas, ciertos liderazgos carismáticos construyen naciones y organizaciones, y otros las destruyen. En nuestro caso, el proyecto carismático no llegó a someterse a esa prueba del destino, por cuanto fue decayendo a la par del proceso político en que se desplegaba. Se debe decir también, al menos en opinión de quien esto escribe, que la conducción de Licastro sobre el CTP tuvo dos estilos diferentes, según el momento. Desde el origen del nucleamiento y hasta algún punto que podríamos ubicar en los inicios de 1974, todos nos sentíamos representados por una conducción colectiva en la que Licastro era sin dudas el número uno, pero los aportes eran de todos a través de Fernández Valoni, Grosso y aun de otros compañeros destacados como Bordón, Macaya, Cavodeassi ó, mientras permaneció en el grupo, Miguel Saiegh.
Luego el estilo carismático se vuelve hacia adentro. Ahora todo lo piensa Licastro, y sólo resta escuchar sus largas pontificaciones, en donde se exponen todos los temas de la política, el mundo, la vida y porque no el sexo. Excepto la Economía, esa elusiva dimensión que Licastro no entendía y que era usada por los desestabilizadores para silenciosamente socavar al propio Perón y a su concertación social. En esta etapa personalista no todo fue negativo. Algunas ideas de Licastro eran brillantes, pero no resultaban enriquecidas como antes por el conjunto. Se trabajó intensamente en todo el movimiento justicialista, y se evitaron los efectos más brutales de la represión que había y de la que habría de venir. No fue poco. Pero la creatividad se iba apagando lentamente. Luego del Golpe Militar del 24 de marzo del 76, el exilio de Licastro y la clandestinidad de Fernández Valoni dejaron al frente del grupo a Carlos Grosso. Éste fue detenido en una ocasión y secuestrado y desaparecido durante un largo mes en 1978, logrando sobrevivir. A partir de ahí el CTP siguió buscando la coordinación y la comunicación política en el Justicialismo, pensando estratégicamente en el fin necesario de la Dictadura militar. En algún momento anterior a 1983, el CTP sufrió una suerte de división no declarada, cuando Carlos Grosso pasó a ser la conducción evidente de un CTP sin Licastro. La imposibilidad de éste de retornar al país y su proscripción que parecía sin plazo de finalización, provocó una grieta irreparable. Grosso, mientras tanto podría hacer política dentro de los límites que permitía la Dictadura, al tiempo que recibía apoyo logístico del grupo Macri, lo mismo que Jose Octavio Bordón.  Algún tiempo antes del retorno de la Democracia en 1983, el CTP se había disuelto y sus integrantes pasaron a militar en distintas opciones políticas que se abrían. Grosso creaba Convocatoria Peronista, su plataforma política propia para la por entonces Capital Federal. Desde ahí, en una etapa ya ajena al CTP, pasaría a constituirse en uno de los tres referentes de la Renovación Peronista, junto a Cafiero y Menem, la que conduciría al triunfo electoral de 1989.

Los militares nacionales y profesionalistas frente al golpe militar del 76. El rol del CTP. Ejército Nacional vs. Ejército Liberal-Conservador
El proceso que llevó a la dictadura más torpe y sangrienta de nuestra historia se inscribe en una proyección continental impulsada por sectores de poder de Estados Unidos. No es necesario creer en forma simplista en el “Imperialismo” para saber, como lo demuestran múltiples documentos que van siendo desclasificados, que el Plan Cóndor era sólo la punta de un iceberg que proyectaba desestabilización sobre los países del Subcontinente, La dominancia del poder financiero se vería más claramente después, como lógica correspondencia de una etapa del Capitalismo central en el que el Estado de Bienestar iba a ser dejado de lado y reemplazado por una reacción conservadora llamada Neoliberalismo.
La preparación del golpe que habría de llamarse Proceso de Reorganización Nacional es descripta en detalle tanto en modo laudatorio (Rosendo Fraga – Las FF AA, Del escarnio al Poder) como críticamente (María Seoane/V. Muleiro _ El Dictador). En ambos casos se postula a las FFAA como monolíticas y homogéneas en su visión de cómo actuar ante el drama político. De esto se deduciría, en especial en el análisis de Fraga y también en las descripciones panfletarias aunque documentadas de Juan Bautista Yofre, una cierta inevitabilidad histórica del golpe.
Sin entrar en los complejos vericuetos de las escuelas  históricas sobre el grado de necesidad y determinismo de los hechos políticos, es bueno alertar sobre los determinismos que se describen cuando todo ha ocurrido ya. No hacerlo supondría convalidar una visión zombie del accionar político, donde no quedaría más remedio que otear en el horizonte el devenir providencialmente marcado. No cabe duda que en casi todos los países latinoamericanos los procesos más o menos revolucionarios, más o menos reformistas, fueron aplastados por fuerzas armadas educadas en West Point al efecto. Pero no es menos cierto que para hacerlo fue necesario asesinar generales como en Chile, revertir procesos militares progresistas como en Perú y Bolivia y forzar la acción militar derechista en países con larga tradición demoliberal como Uruguay. Tampoco es menos cierto que, pese a las derrotas, los procesos populares mal llamados populistas, dejan un saldo de evolución y homogeneidad social, aunque no logren dar un salto definitivo a una sociedad moderna.
En nuestro caso, en las Fuerzas Armadas y en especial en el Ejército Argentino y la Fuerza Aérea, se había dado por aquellos años un proceso muy importante de compenetración con el movimiento popular, en particular el Justicialismo, en numerosos oficiales jóvenes que se habían sentido conmovidos por diversos hechos nacionales e internacionales. Por cierto el Cordobazo en Argentina, el Mayo del 68 en París, la guerra de Vietnam, el Concilio Vaticano II, por citar sólo algunos de estos hechos, llevaban al debate a quien viviera aquellos tiempos con alguna inquietud social o responsabilidad. Pero con más cercanía en lo profesional, las fuerzas armadas de Portugal, Perú y Bolivia daban muestras de que algo muy diferente a los deseos de West Point podía ocurrir. La rebelión de Licastro y Fernández Valoni no había sido un hecho aislado. En los cuarteles comenzaba a ser puesta en cuestión la misión que la Revolución Libertadora había instituido en las fuerzas. La Fuerzas Armadas que eran vistas como un monarca con capacidad de veto sobre la política, aun más allá de la simple proscripción del Peronismo, y la indeclinable voluntad de sus circunstanciales jefes de coronarse Presidentes de la Nación ante la menor excusa, ingresaban en una profunda crisis, de la que el golpe del 76, solo las rescataría para luego hundirlas definitivamente.
El Peronismo, fenómeno claramente ligado al Ejército Argentino, había sido silenciado, pero el desplazamiento de los oficiales peronistas no había sido total. Más aun, es posible que muchos oficiales que adhirieron a la Revolución Libertadora desde el lonardismo, se sintieran resentidos con el curso que había tomado los postreros vencedores, Aramburu, Rojas y sus empresarios amigos. El proceso político que iba de 1955 a 1972 era claramente responsabilidad, más allá de la presencia siempre tambaleante de los políticos, de los militares liberal- conservadores, y los resultados no habían sido buenos.
El intento de contragolpe democrático de 1956, encabezado por el General Juan José Valle y acompañado por algunos civiles de la incipiente Resistencia Peronista, había sido reprimido en forma sangrienta y quedaba en la memoria del pueblo. Eran militares ejemplares de cuyo honor no se podía dudar. Perón tuvo frente al hecho una actitud crítica, no sólo en cuanto a la planificación sino también en cuanto a sus fines. Pese a eso las jornadas sangrientas de 1956 se integraron en plenitud a la épica popular y nacional, y con justa razón esto prevaleció sobre el juicio de Perón.
Existía además en Ejército y Aeronáutica un clásico y por tanto permanente componente “nacionalista” o “nacional” por oposición a lo liberal. Esto significaba muchas cosas y sólo se unificaba en un sentimiento de insatisfacción con el liberalismo. Claro que para algunos lo malo del Liberalismo era más bien lo económico, donde parte de la población quedaba sumida en la pobreza, y para otros lo malo era el liberalismo político supuestamente culpable de alguna decadencia de las buenas costumbres católicas. Había nacionalistas para todos los gustos, como en 1943, pero lo cierto es que dos sectores se destacaban. Por un lado, coroneles y algún que otro general sin mucho peso en las “roscas” que avanzaban visiones nacional-desarrollistas y que con la aceleración de la insurgencia se acercaron al Justicialismo buscando su apoyo para desplazar a la Camarilla Militar, como llamaba el CTP a las distintas logias conservadoras. Por otro lado, existían núcleos de oficiales jóvenes imbuidos de cierto nacionalismo no peronista de raíz integrista católica, resultado de alguna influencia cultural romántica. Este tipo de pensamiento era en general una etapa de sus vidas. Más maduros evolucionaban hacia el Justicialismo o bien hacia cierto nacional desarrollismo. Sostenían estas ideas románticas más allá de la juventud, algunos oficiales intermedios y miembros de la fuerza aérea. En general eran usados como grupo de choque por los liberales, con el simple argumento de la verticalidad. Pero en algunos casos estos nacionalistas rancios tuvieron alguna evolución más rebelde. Por lo demás, y más allá de lo que pensara cierta izquierda “psicobolche”, como se decía jocosamente, los militares eran tan capaces de vivir el proceso de radicalización política como el resto de la sociedad. Al menos en aquellos tiempos, un militar era un ser político, capaz de pensar la Nación en su conjunto.
Un factor determinante de la crisis de hegemonía liberal conservadora en las fuerzas armadas lo constituyó su involucramiento totalitario en el poder a partir de 1966 y la creciente reacción popular que esto iba gestando. Las clases medias aplaudían el gorilismo, pero en su seno más y más se incubaba una sensación de desasosiego ante el conflicto permanente y la decadencia de las ilusiones de modernización liberal. El neofranquismo mesiánico pero liberal de Onganía, el oportunismo de Levingston y la ambición de Lanusse, constituyeron simplemente tres etapas de un fracaso que sólo acumulaba oposición, más allá de la relativa cohesión que esta tuviera. La inflación galopante, que a veces se olvida que imperó en las postrimerías de aquella dictadura militar, mostraba la incapacidad de encuadrar la puja distributiva. Operaba en esto la lealtad objetiva a su clase que mostró el sindicalismo peronista, más allá de muchas traiciones, lealtad que encontró su figura culminante en José Rucci. Otros hubieran querido ver un sindicalismo más “socialista” y consideraron que quienes no se inclinaban a esa opción eran traidores. Fue éste uno de los equívocos y malentendidos de ese tiempo, preludio de la tragedia que sobrevendría.
No seríamos justos con las Fuerzas Armadas de aquel entonces, más allá de su carácter dictatorial y proscriptivo, si no señalamos que su gestión, si bien inspirada en una ideología liberal y antipopular, no llegó nunca a plantearse los extremos de destrucción del aparato productivo que sí creyó necesaria la dictadura cívico militar posterior, de Videla y Martínez de Hoz. El endeudamiento ruinoso del país y el empobrecimiento de los trabajadores que habría de sobrevenir en el 76, era algo impensado para los militares del golpe del 66. Por decirlo de algún modo, y si que esto los justifique, no se atrevían a romper un cierto contrato social, es decir no desarticularon del todo la economía mixta con que la Argentina había continuado creciendo a pesar de todo. Quien quiera mirar la secuencia de la evolución del Producto Nacional, verá que éste desmiente a los inocentes que se tragaron el cuento de una Argentina supuestamente floreciente arruinada por el Justicialismo en 1945. El país no crecía de acuerdo a la demanda social, ciertamente, pero los retrocesos absolutos y graves recién se dieron con la crisis del modelo agroexportador en los inicios de los años 30, luego con la gestión militar del 76 al 83 y finalmente con la quiebra del mecanismo de convertibilidad en 2001. Por estos días de 2019, es posible que estemos asistiendo a la emergencia de otra caída al abismo, esta vez de más difícil reversión.
Rosendo Fraga(h) no comprende y creemos que no querría comprender, que había otras fuerzas armadas distintas a las del modelo liberal conservador. Seoane y Muleiro no las ven porque existen más abajo del nivel de cúpulas de entonces que ellos analizan, pero aun así subestiman a los elementos sanos de la cúpula militar que hubo que desplazar para abrir el camino a los golpistas. Juan Bautista Yofre prefiere poner en boca de Perón ante Carcagno la negación de (construir) un Ejercito”peronista”, cita malintencionada porque no era esa la propuesta de nadie, y  porque de lo que se trataba era de reconstruir un ejército de la Democracia, lo que implicaba no sólo la defensa del voto popular sino también el desarrollo, a través de la misma democracia y una superación definitiva de la desigualdad social y del subdesarrollo. Se pensaba en unas Fuerzas Armadas “nacionales”, por oposición al Partido Militar represor prohijado por el connubio con la Oligarquía y con servicios de inteligencia extranjeros y escuelas de contrainsurgencia extranjeras que medraban con la Guerra Fría y los conflictos. No requería eso un ejército peronista, pero sí un trabajo interno en el mismo para desalojar a los elementos sectarios congregados en logias secretas, cuya culminación grotesca fue la penetración de la logia P2 en la Armada y el Ejército, pero que tenía sobrados antecedentes de otras logias liberal conservadoras. Alcanzaba incluso con garantizar la lealtad de las principales unidades de combate, lo cual no hubiera sido en modo alguno revulsivo.
Algunos militares democráticos parecieron ver con cierta simpatía el accionar de la guerrilla peronista, lo cual lejos estuvo de contribuir a frenar el golpismo incipiente. La prédica del CTP en ese sentido iba claramente dirigida a alejar esa tentación, no sólo por el riesgo profesional que implicaba, sino también porque ya era clara la irresponsabilidad del accionar guerrillero durante el gobierno de Perón. Algunos elementos radicalizados de Montoneros creían que el Ejército Argentino debía ser sustituido por uno de otro carácter y no faltaron oficiales jóvenes de las fuerzas armadas que murieron en pos de ese objetivo o que estuvieron a punto de ser eliminados. El CTP pensaba exactamente lo contrario. Creíamos que en el Ejército de Savio, Mosconi y Perón y tantos otros cuadros militares racionalmente nacionalistas, debía residir el apoyo estructural a la transformación nacional y social definitiva. Quizás todavía esto siga siendo cierto ante la relativa ausencia de una clase empresaria emprendedora.
La gestión de Carcagno tuvo un discurso “progresista” e incluso acciones audaces, quizás demasiado, como el Operativo Dorrego, pero no había modificado en un ápice la ecuación interna entre golpistas y nacionales dentro del Ejército, aunque quizás hubiera estado dispuesto a hacerlo si había directivas precisas. La experiencia de Carcagno en el Cordobazo, donde le tocó reprimir, lo había transformado. Perón no alcanzó a ver esta necesidad o creyó que sería retribuido con honor por los militares de la cúpula superior a quienes no quiso afectar.
Había en esto un manifiesto error, quizás inevitable dada la celeridad de los hechos, la presión de la guerrilla del Ejército Revolucionario del Pueblo que había asaltado el cuartel de la guarnición de Azul y la distancia generacional de Perón con los mandos de ese tiempo. Los coroneles que habían participado de los levantamientos previos en Azul y Olavarría, en rebelión contra el proceso militar por lo que interpretaban como una traición de Onganía al presunto nacionalismo del golpe del 66, fueron descartados con el curioso argumento de que era preferible un “general derrotado que un coronel triunfador.” Alguien del sector golpista le habló mal de ellos y Perón compró. Los oficiales jóvenes peronistas y nacionalistas disponibles hubiesen podido garantizar de sobra el control de las unidades importantes. Eran claramente una primera minoría con una emocionada entrega al nuevo horizonte que se avizoraba con el retorno de Perón y la llegada de los cambios sociales que se prometían. La masa de los oficiales no sentía ningún interés en atentar contra el orden constitucional, tuvieran o no simpatías con el Justicialismo y con el proceso revolucionario en marcha. Los mandos superiores liberal conservadores eran incluso vilipendiados por su complicidad con los hechos pasados. Este era, en gran medida, el escarnio del que habla Rosendo Fraga(h). Su destino estaba sellado, pero se los mantuvo en su sitio, incluso durante el interregno de tinte “peruanista” del General Carcagno. Luego con Leandro Anaya como Jefe del Ejército, los liberales pasaron a ocupar lugares más destacados cada vez. Eran militares formados en una muy cruda inserción en la Guerra Fría, y consideraban comunista a cualquier proceso político latinoamericano que no fuese claramente de derechas. Esta acepción amplia del concepto de Comunismo les había sido enseñada en West Point y les era muy útil a su ascenso social a través de convenientes casamientos. Los oficiales más lúcidos comprendían que esto era más complejo, pero en cuanto eran detectados se los radiaba. Muchas intentonas golpistas, como la del 56 o la de Azul y Olavarría se detonaban ante desplazamientos de los mejores oficiales a unidades sin poder de combate, a fin de preservar el dominio de las logias internas liberal-conservadoras. Un episodio curioso ilustra el mal manejo del tema militar. En ocasión del estreno de la película La Patagonia Rebelde, que narraba las matanzas de obreros a manos de militares de los años 20 en Santa Cruz, se dio en principio una censura de hecho. En algún momento esta fue levantada y la narración pudo ser vista por un amplio público. No era precisamente una apertura sincera. Resultaba que se trataba de un castigo de Perón hacia Anaya por haber afirmado éste en un discurso de circunstancias que “el Ejército acataba el orden constitucional”, como si fuese posible no hacerlo. Más que este reto, hubiera sido deseable conformar una conducción militar en la que estos equívocos fueran impensables.  
Siendo que la Cúpula Militar era heredera de la Libertadora, era ingenuo pensar que dejaría de ser golpista en cuanto tuviera una oportunidad y la oportunidad, sabían, estaría dada con la sola ocurrencia de una cierta desestabilización. Cuando se daba un cierto auge popular se declaraban profesionalistas, para proteger sus espacios. Ese profesionalismo quedaba de lado en cuanto una excusa daba lugar a recuperar el poder pleno. Así había sido con Frondizi e Illia, y no había razón para pensar que habían cambiado. Lo cierto es que, en el poco tiempo de que dispuso para evaluar el problema, Perón no confió en el ofrecimiento de los oficiales no enrolados en el golpismo liberal-conservador. Mientras tanto su retrato y su placa de graduación eran objeto de vilipendio en el Colegio Militar de la Nación. Había recuperado su grado y honores, porque era irremediable para los golpistas, pero nada más. Quienes reivindicaban su obra y su mensaje en el Ejército eran muchos y se sumaban día a día, pero eran maltratados, aislados y sometidos por la “Camarilla Militar”, intacta pese al desplazamiento de los más antiguos que Carcagno. Gobernaba Perón pero se pasaba a retiro o se postergaba a oficiales por ser “nacionales” aunque fueran los mejor calificados. Internamente, las fuerzas armadas vivían un clima propio en el que lo que ocurría afuera era solo un proceso pasajero. Es que la “camarilla” como decían los documentos del CTP “militar”, no era sólo un grupo de generales, sino que se continuaba hacia abajo a través del adoctrinamiento antiperonista y anticomunista, seguido de la captación y promoción de los más fieles. Si se alertaba de este hecho al gobierno, esto era interpretado como un fastidio.
Además Perón, como mucho después Mandela en otro contexto, se había negado a descalificar la lucha guerrillera pese a los insistentes pedidos en tal sentido de los emisarios de la Dictadura. Sus elogios a la “juventud maravillosa”, gestos como la designación de Galimberti y Licastro en el Consejo Superior del Movimiento y muchas otras frases combativas (al enemigo ni justicia, si yo fuera joven también pondría bombas) habían tenido un vuelco rotundo en su segundo regreso, pero los jóvenes herederos del gorilismo no olvidaban, por más que elogiaran algunas actitudes presentes del General, por conveniencia. El General Viola preparaba cuidadosamente el golpe para su amigo Videla, con una habilidad digna de mejor causa.
Perón supuso quizás que los oficiales intermedios y jefes que le ofrecían su apoyo, eran simples resentidos por falta de ascensos, o bien los oficiales superiores enrolados en la Logia P2, como Massera, lograron alarmarlo. O más simplemente no quiso provocar antagonismos a la vez que su distancia humana con los cuadros actuales del Ejército se había aumentado con su distanciamiento de largos años de exilio. Lo cierto es que las Juntas de Calificaciones seguían siendo las de la Dictadura a lo interno de las Fuerzas Armadas.
Los oficiales de las fuerzas armadas que mostraban algún atisbo de adhesión al nuevo proceso eran perseguidos, sancionados y desplazados, en un claro señalamiento de que el “Partido Militar” buscaba retener el As en la manga del golpe de Estado cuando las circunstancias lo permitieran. Cuando Fernández Valoni, en la oportunidad que se le presentó entrego pruebas a Perón de los ataques que se hacían a su figura dentro del Ejército, éste se las dio a Anaya sin considerarlas importantes. Pero este vilipendio no era una tontería. Era un símbolo de quien tenía el poder real, y por esto era muy peligroso. En la tarea de acercamiento político que el CTP hacía con los oficiales democráticos de las fuerzas armadas, era doloroso comprobar como no se los podía proteger de los mandos liberales, en especial luego del desplazamiento de Carcagno. Como mínimo, hubo un claro desconocimiento de lo que ocurría en las fuerzas armadas en los niveles de oficiales subalternos (subtenientes, tenientes, tenientes primeros y capitanes) y aun oficiales jefes (mayores, tenientes coroneles y coroneles) en particular en Ejército y Aeronáutica. No se trata de afirmar que existía una corriente mayoritaria nacional y popular, porque quizás tampoco fuera mayoritaria la liberal conservadora, pero sin duda era una corriente emergente y con capacidad clara de organizar un contragolpe ante un golpe reaccionario. Que esto no se diera se debe más al contexto político y a la orfandad de conducción en que quedó el Justicialismo luego de la muerte de Perón, que a la capacidad militar de los elementos renovadores. Para 1974 se articulaban en el Ejército y la Fuerza Aérea numerosos núcleos antigolpistas. No se trataba sólo de la suma de nacionalistas y justicialistas. Muchos oficiales intermedios postulaban con sinceridad un profesionalismo a ultranza, enviando un mensaje claro en el sentido de que no estaban dispuestos a imitar el proceso pinochetista, pese a todas las turbulencias que la realidad argentina mostraba. Es muy posible que las derrotas de Juan José Torres en Bolivia, el golpe exitoso de Pinochet en Chile y su réplica en Uruguay, hayan hecho creer en algunos círculos que no era posible avanzar contra el golpismo y que más bien había que sosegar a los elementos liberales mostrándoles buena disposición. Craso error, pues los gestores del golpismo tenían objetivos que iban más allá de la represión a la Guerrilla, aunque no lo confesaran.
La anterior cercanía de algunos asesores del General Carcagno a las juventudes políticas y los contactos con Montoneros, actuaron como detonante para su desplazamiento algún tiempo después de asumir Perón. Además, la política exterior militar de Carcagno, delineada por el Coronel Cesio, aunque bien intencionada, parecía atrasar frente a los cambios abruptos que se vivían en el Subcontinente, donde las derechas habían reaccionado con eficacia. En un primer momento las conducciones militares fueron leales, tanto en la gestión de Leandro Anaya como en la de Numa Laplane, aunque mantuvieron intacto, como dijimos, el accionar de núcleos que se sabía habrían de aprovechar los conflictos existentes en la sociedad para un golpe militar.
 Los golpistas necesitaron tiempo para que el golpe pareciera necesario y ese tiempo se les dio. Lo usaron colocando a sus mejores hombres en los puestos claves mientras exigían al gobierno civil acciones para, en apariencia, calmar la “inquietud en las fuerzas armadas” ante la acción provocadora de la insurgencia guerrillera. Así se desplazaron poco a poco los altos mandos profesionalistas bajo la mirada irresponsable cuando no cómplice de algunos miembros del gobierno de Isabel. Este paso hacia el vacío tuvo su momento crucial con el desplazamiento del General Laplane y el nombramiento de Videla, la peor opción, episodio este en que los jóvenes oficiales nacionales estuvieron dispuestos y posiblemente en capacidad de volcar la situación, enajenando por mucho tiempo a los sectores golpistas.
El episodio es conocido en parte y en parte ha quedado oculto. En ocasión del nombramiento del Coronel Vicente Damasco como Ministro del Interior en agosto de 1975, algunos mandos militares realizaron un planteo exigiendo su dimisión, alegando la prescindencia política del Ejército. Este planteo apuntaba en el fondo contra el Jefe del Ejército, el General Numa Laplane y era realizado por generales que si bien estaban en actividad, se hallaban raleados del poder real. Eran Videla, Suarez Mason y Delia Larocca, entre otros y buscaban recuperar poder para estar en lugares adecuados cuando un golpe tuviera buena prensa. Para tal fin se hicieron presentes en Campo de Mayo en la Escuela de Comunicaciones, lugar desde el cual emitían sus exigencias desestabilizadoras pero destinadas en lo inmediato a cambiar al Jefe del Estado Mayor. En esas instancias los oficiales de la Escuela de Infantería asumen una postura contraria a este pronunciamiento y solicitan órdenes para sofocar el pronunciamiento. Tales órdenes no llegan nunca, pese a que desde el CTP se transmitió la insistencia de los oficiales leales. Damasco fue apartado, Numa Laplane pasó a retiro y Videla fue nombrado nuevo Jefe del Estado Mayor. Por cierto, al hacerlo garantizaba a la Presidente y a la Nación, el cese de la “inquietud” en las fuerzas armadas. El resultado es conocido. Algunas versiones indican gente cercana a la Presidente creía que, aun en caso del golpe de Estado, sería preservada en su cargo, es decir sería “bordaberizada”, siguiendo el ejemplo del autogolpe ocurrido en Uruguay un tiempo antes.
Entre los núcleos de oficiales que en cambio, pugnaban por no conceder las peticiones de los futuros golpistas en ese episodio, se encontraban círculos nacionalistas no peronistas como los que lideraban Aldo Rico y Mohamed Alí Seineldin, luego conocidos por los episodios de los llamados carapintadas y que hasta ese momento se habían mostrado reacios a contactar con el CTP. Su fuerza, sumada a la de oficiales vinculados horizontalmente al CTP y al Peronismo en general, también a la de numerosos oficiales que veían con alarma la posibilidad del golpe que se estaba gestando, pudo haber sido más que suficiente para frenar los acontecimientos, en especial si los rebeldes eran puestos en la obligación de atacar unidades. Entre quienes operaron hasta último momento y con denuedo para oponerse a los golpistas habría que señalar quizás al muy activo Mayor Roberto Bauzá, líder de un nutrido grupo de oficiales jefes muy politizados y que se habían acercado hábilmente a Isabel y López Rega, en quienes veían pragmáticamente el poder real. Esto les valió acusaciones de vínculos con la Triple A, que no podemos corroborar. Quizás la verdad dependa de cada caso individual.
La prueba más contundente de la gran importancia de estos grupos de oficiales que defendieron la democracia y el gobierno, radica en que, cuando se expulsó del Ejército a los oficiales cuya lealtad al Proceso era dudosa, se pensó inicialmente en más de trescientos, lo cual no se pudo llevar a cabo por la debilidad política ya avanzada hacia 1981. Fueron en definitiva algo más de 30, lo que dio origen a la denominación de “los33 Orientales.” Por tanto, quedaron en actividad numerosos oficiales que pensaban como ellos, pero que ahora debían preservarse reduciendo su actividad política hasta mejores tiempos. Los contactos del CTP de ahí en más se redujeron a un mínimo a fin de evitar nuevas purgas. Muchos de ellos ocuparon luego con la democracia recuperada altos cargos en el Ejército, como es el caso de Martín Balza. Entre los oficiales más destacados de este período de compromiso con la democracia y el proceso popular podemos recordar, de modo para nada taxativo, a los Coroneles Enrique Schinelli Garay, figura de gran reconocimiento dentro y fuera de la institución castrense, lo mismo que en el caso de los también coroneles Enrique Lugand, Carlos Sanchez Toranzo y Justino Bertotto.

El Encuadre del Futuro
Nada de esto ocurrió por casualidad o por una efímera moda política. Ocurría y ocurre que los países de Latinoamérica se hallan a mitad de su camino hacia el Desarrollo, lo cual implica mucho más que mero crecimiento económico circunstancial, cuyos frutos en general se dilapidan y no conducen a una sociedad integrada. El Desarrollo en Latinoamérica ha sido buscado por derechas, izquierdas, populismos y elitismos, pero siempre ha sido esquivo.
En tales circunstancias, cuando acaecen los conflictos sociales, los militares se ven enfrentados a un doble dilema. La injusticia social los convierte con frecuencia en actor de represión, cuando su vocación es y debe ser la Defensa Nacional, y a la vez constatan una y otra vez que la propia defensa se ve más que comprometida cuando sus sociedades no evolucionan. Puestos en tal situación se ven llevados a pensar los problemas nacionales y sociales con una mirada que en ocasiones es más estratégica que la de los políticos y los empresarios. Es por eso que, más allá de la numerosa lista de dictaduras militares latinoamericanas, surgen de tanto en tanto procesos militares revolucionarios y populares que parecen anómalos. Perón, Vargas, Ibáñez Del Campo, Velasco Alvarado, Torres, Chávez y muchos más. Que aquellos hechos épicos que nos tocó vivir no fueron una circunstancia efímera, más allá de la derrota temporaria, lo demuestran los posteriores procesos a que hemos asistido y asistiremos.
En el plano de lo político civil, mientras tanto, los contenidos del Justicialismo, siguen también vivos y actuantes. Esto es así, no por un destino de eternidad de una particular y única ideología y doctrina, como suelen creer sus adherentes “literales”, sino por lo que tienen de universal sus problemas y soluciones. Aun a pesar de que en algunas circunstancias algunos cuadros importantes del Justicialismo lleguen al extremo de militar en algo que podríamos denominar Peronismo Antiperonista, en la creencia de que el Liberalismo Conservador les proveerá de un atajo oportuno, como en el caso de la etapa “menemista” o de algunas adhesiones al “macrismo” actual, tal apuesta, probada una y otra vez, no cuenta con un solo ejemplo de éxito en Latinoamérica. Ignoran quizás que los ejemplos exitosos han requerido de una inteligente y eficaz acción desarrollante del Estado en una síntesis de Mercado y Planificación que es ajena al pensamiento liberal-económico. Cuando los procesos populares, que no populistas, encuentran cierto estancamiento, las derechas creen que ha llegado su momento de “insertarnos en el Mundo.” No parecen entender que tal inserción es mucho más que la oportunista especialización productiva en la explotación de algún recurso natural sobre el que tienen dominio privado. El período de supuesto populismo vigente en Latinoamérica entre los años 2000 y 2015 encontró un límite tanto por la oposición que lo arrinconó, como por la incapacidad de despegar hacia el Desarrollo. Pero quienes lo sustituyeron, son el pasado, no el futuro. Así lo demuestran rápidamente los hechos.
Las sociedades de nuestro tiempo alcanzan el Desarrollo y la Igualdad cuando se cumplen dos condiciones. Una de ellas es que alcancen Capacidades Técnicas autónomas, es decir el conocimiento difundido de cómo hacer las cosas con las tecnologías de eficiencia global. La otra requiere que los beneficios de la consecuente productividad sean distribuidos a toda la Comunidad. Quien concrete estos dos objetivos en Argentina habrá logrado el despegue desde el subdesarrollo y la pobreza hacia una sociedad moderna y plena. Ningún sector político está predestinado ni elegido a priori para concretar la respuesta a este desafío. Pero si no lo han de concretar los movimientos populares, los sectores de centro derecha que aspiren a lograrlo deberán abandonar sus viejos atavismos señoriales y rentísticos.
La Humanidad pide como mínimo un Capitalismo regulado para distribuir con cierta justicia los frutos del trabajo, y si fuera posible algo más, un Poscapitalismo donde  exista una sola clase de seres humanos viviendo en Libertad y Justicia, ambas cosas al mismo tiempo, que por cierto no es mucho pedir, aunque parezca difícil lograrlo. Una sociedad de semejantes, desarrollada y  alejada de la pobreza. El Justicialismo, que sólo será lo que deba ser como se dijera proféticamente, ha corporizado siempre este anhelo. De ahí su trascendencia.



Bibliografía.

1. Anguita, Eduardo; Caparrós, Martín. La voluntad - Una historia de la militancia        revolucionaria en la Argentina -1966-1973. Grupo Editorial Norma. ISBN 958-04-3883-8.
  1.  Licastro, Julián (2004). Mi encuentro con Perón. Ed Lumiere. ISBN 950-9603-75-9.
  2. Piñeiro Iñiguez, Carlos (2013). Hernández Arregui: Una interpretación marxista del peronismo. "La rebelión de los Tenientes": Peña Lillo. p. 83. ISBN 978-950-754-423-1.
  3. Fernández Pardo, Carlos A.; Frenkel, Leopoldo (2004). PERON - La unidad nacional entre el conflicto y la reconstrucción (1971-1974). Ediciones del Copista. ISBN 987-563-024-1.
  4. Fraga Rosendo. Fuerzas Armadas. Del escarnio al poder. Planeta.
6.      Galasso, Norberto. Perón - Exilio, Resistencia, Retorno y Muerte -1955-. Ediciones Colihue. ISBN 950-581-400-3.
7.       «Un teniente rebelde con Perón». Revista Así. 1/12/1970.
8.      La Rebelión de Azul y Olavarría. Crisis y política en el ejército a principios de la década de 1970. Guillermo Martín Caviasca *Edicion Universidad de Buenos Aires.
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